SEGUNDA PARTE
I
A media mañana, Winston salió de su cabina
para ir a los lavabos.
Una figura solitaria avanzaba hacia él
desde el otro extremo del largo pasillo brillantemente iluminado. Era la
muchacha morena. Habían pasado cuatro días desde la tarde en que se la había
encontrado cerca de la tienda. Al acercarse, vio Winston que la joven llevaba
en cabestrillo el brazo derecho. De lejos no se había fijado en ello porque las
vendas tenían el mismo color que el «mono». Probablemente, se habría aplastado
la mano para hacer girar uno de los grandes calidoscopios donde se fabricaban
los argumentos de las novelas. Era un accidente que ocurría con frecuencia en
el Departamento de Novela.
Estaban separados todavía por cuatro metros
cuando la joven dio un traspié y se cayó de cara al suelo exhalando un grito de
dolor. Por lo visto, había caído sobre el brazo herido. Winston se paró en
seco. La muchacha logró ponerse de rodillas. Tenía la cara muy pálida y los labios,
por contraste, más rojos que nunca. Clavó los ojos en Winston con una expresión
desolada que más parecía de miedo que de dolor.
Una curiosa emoción conmovió a Winston.
Frente a él tenía a la enemiga que procuraba su muerte. Frente a él, también,
había una criatura humana que sufría y que quizás se hubiera partido el hueso
de la nariz. Se acercó a ella instintivamente, para ayudarla. Winston había
sentido el dolor de ella en su propio cuerpo al verla caer con el brazo
vendado.
—
¿Estás herida? — le dijo.
—
No es nada. El brazo. Estaré bien en seguida.
Hablaba como si le saltara el corazón.
Estaba temblando y palidísima.
—
¿No te has roto nada?
—
No, estoy bien. Me dolió un momento nada más.
Le tendió a Winston su mano libre y él la ayudó a levantarse Le había
vuelto algo de color y parecía hallarse mucho mejor.
—
No ha sido nada — repitió poco después.
— Lo que me dolió fue la muñeca.
¡Gracias, camarada!
Y sin más, continuó en la dirección que
traía con paso tan vivo como si realmente no le hubiera sucedido nada. El
incidente no había durado más de medio minuto. Era un hábito adquirido por
instinto ocultar los sentimientos, y además cuando ocurrió aquello se hallaban
exactamente delante de una telepantalla. Sin embargo, a Winston le había sido
muy difícil no traicionarse y manifestar una sorpresa momentánea, pues en los
dos o tres segundos en que ayudó a la joven a levantarse, ésta le había
deslizado algo en la mano. Evidentemente, lo había hecho a propósito. Era un
pequeño papel doblado. Al pasar por la puerta de los lavabos, se lo metió en el
bolsillo.
Mientras estuvo en el urinario, se las
arregló para desdoblarlo dentro del bolsillo. Desde luego, tenía que haber
algún mensaje en ese papel. Estuvo tentado de entrar en uno de los waters y leerlo allí. Pero eso habría
sido una locura. En ningún sitio vigilaban las telepantallas con más interés
que en los retretes.
Volvió a su cabina; sentóse, arrojó el
pedazo de papel entre los demás de encima de la mesa, se puso las gafas y se
acercó al hablescribe. «¡Todavía cinco minutos! — se dijo a sí mismo, — ¡por lo menos cinco minutos!» Le galopaba el corazón en el pecho
con aterradora velocidad. Afortunadamente, el trabajo que estaba realizando era
de simple rutina — la rectificación de
una larga lista de números — y no
necesitaba fijar la atención.
Las palabras contenidas en el papel
tendrían con toda seguridad un significado político. Había dos posibilidades,
calculaba Winston. Una, la más probable, era que la chica fuera un agente de la
Policía del Pensamiento, como él temía. No sabía por qué empleaba la Policía
del Pensamiento ese procedimiento para entregar sus mensajes, pero podía tener
sus razones para ello. Lo escrito en el papel podía ser una amenaza, una orden
de suicidarse, una trampa... Pero había otra posibilidad, aunque Winston
trataba de convencerse de que era una locura: que este mensaje no viniera de la
Policía del Pensamiento, sino de alguna organización clandestina. ¡Quizás
existiera una Hermandad! ¡Quizás fuera aquella muchacha uno de sus miembros! La
idea era absurda, pero se le había ocurrido en el mismo instante en que sintió
el roce del papel en su mano. Hasta unos minutos después no pensó en la otra
posibilidad, mucho más sensata. E incluso ahora, aunque su cabeza le decía que
el mensaje significaría probablemente la muerte, no acababa de creerlo y
persistía en él la disparatada esperanza. Le latía el corazón y le costaba un
gran esfuerzo conseguir que no le temblara la voz mientras murmuraba las
cantidades en el hablescribe.
Cuando terminó, hizo un rollo con sus
papeles y los introdujo en el tubo neumático. Habían pasado ocho minutos. Se
ajustó las gafas sobre la nariz, suspiró y se acercó el otro montón de hojas
que había de examinar. Encima estaba el papelito doblado. Lo desdobló; en él
había escritas estas palabras con letra impersonal:
Te
quiero.
Winston se quedó tan estupefacto que ni
siquiera tiró aquella prueba delictiva en el «agujero de la memoria». Cuando
por fin, reaccionando, se dispuso a hacerlo, aunque sabía muy bien cuánto
peligro había en manifestar demasiado interés por algún papel escrito, volvió a
leerlo antes para convencerse de que no había soñado.
Durante el resto de la mañana, le fue muy
difícil trabajar. Peor aún que fijar su mente sobre las tareas habituales, era
la necesidad de ocultarle a la telepantalla su agitación interior. Sintió como
si le quemara un fuego en el estómago. La comida en la atestada y ruidosa
cantina le resultó un tormento. Había esperado hallarse un rato solo durante el
almuerzo, pero tuvo la mala suerte de que el imbécil de Parsons se le colocara
a su lado y le soltara una interminable sarta de tonterías sobre los
preparativos para la Semana del Odio. Lo que más le entusiasmaba a aquel simple
era un modelo en cartón de la cabeza del Gran Hermano, de dos metros de
anchura, que estaban preparando en el grupo de Espías al que pertenecía la niña
de Parsons. Lo más irritante era que Winston apenas podía oír lo que decía
Parsons y tenía que rogarle constantemente que repitiera las estupideces que acababa
de decir. Por un momento, divisó a la chica morena, que estaba en una mesa con
otras dos compañeras al otro extremo de la estancia. Pareció no verle y él no
volvió a mirar en aquella dirección.
La tarde fue más soportable. Después de
comer recibió un delicado y difícil trabajo que le había de ocupar varias horas
y acaparar su atención. Consistía en falsificar una serie de informes de
producción de dos años antes con objeto de desacreditar a un prominente miembro
del Partido Interior que empezaba a estar mal visto. Winston servía para estas
cosas y durante más de dos horas logró apartar a la joven de su mente. Entonces
le volvió el recuerdo de su cara y sintió un rabioso e intolerable deseo de
estar solo. Porque necesitaba la soledad para pensar a fondo en sus nuevas
circunstancias. Aquella noche era una de las elegidas por el Centro Comunal
para sus reuniones. Tomó una cena temprana
— otra insípida comida — en la
cantina, se marchó al Centro a toda prisa, participó en las solemnes tonterías
de un «grupo de polemistas», jugó dos veces al tenis de mesa, se tragó varios
vasos de ginebra y soportó durante una hora la conferencia titulada «Los
principios de Ingsoc en el juego de ajedrez». Su alma se retorcía de puro
aburrimiento, pero por primera vez no sintió el menor impulso de evitarse una
tarde en el Centro. A la vista de las palabras Te quiero, el deseo de seguir
viviendo le dominaba y parecía tonto exponerse a correr unos riesgos que podían
evitarse tan fácilmente. Hasta las veintitrés, cuando ya estaba acostado — en la oscuridad, donde estaba uno libre
hasta de la telepantalla con tal de no hacer ningún ruido — no pudo dejar fluir libremente sus
pensamientos.
Se trataba de un problema físico que había
de ser resuelto: cómo ponerse en relación con la muchacha y preparar una cita.
No creía ya posible que la joven le estuviera tendiendo una trampa. Estaba
seguro de que no era así por la inconfundible agitación que ella no había
podido ocultar al entregarle el papelito. Era evidente que estaba asustadísima,
y con motivo sobrado. A Winston no le pasó siquiera por la cabeza la idea de
rechazar a la muchacha. Sólo hacía cinco noches que se había propuesto romperle
el cráneo con una piedra. Pero lo mismo daba. Ahora se la imaginaba desnuda
como la había visto en su ensueño. Se la había figurado idiota como las demás,
con la cabeza llena de mentiras y de odios y el vientre helado. Una angustia
febril se apoderó de él al pensar que pudiera perderla, que aquel cuerpo blanco
y juvenil se le escapara. Lo que más temía era que la muchacha cambiase de idea
si no se ponía en relación con ella rápidamente. Pero la dificultad física de
esta aproximación era enorme. Resultaba tan difícil como intentar un movimiento
en el juego de ajedrez cuando ya le han dado a uno el mate. Adondequiera que
fuera uno, allí estaba la telepantalla. Todos los medios posibles para
comunicarse con la joven se le ocurrieron a Winston a los cinco minutos de leer
la nota; pero una vez acostado y con tiempo para pensar bien, los fue
analizando uno a uno como si tuviera esparcidas en una mesa una fila de
herramientas para probarlas.
Desde luego, la clase de encuentro de
aquella mañana no podía repetirse. Si ella hubiera trabajado en el Departamento
de Registro, habría sido muy sencillo, pero Winston tenía una idea muy remota
de dónde estaba el Departamento de Novela en el edificio del Ministerio y no
tenía pretexto alguno para ir allí. Si hubiera sabido dónde vivía y a qué hora
salía del trabajo, se las habría arreglado para hacerse el encontradizo; pero
no era prudente seguirla a casa ya que esto suponía esperarla delante del
Ministerio a la salida, lo cual llamaría la atención indefectiblemente. En
cuanto a mandar una carta por correo, sería una locura. Ni siquiera se ocultaba
que todas las cartas se abrían, por lo cual casi nadie escribía ya cartas. Para
los mensajes que se necesitaba mandar, había tarjetas impresas con largas
listas de frases y se escogía la más adecuada borrando las demás. En todo caso,
no sólo ignoraba la dirección de la muchacha, sino incluso su nombre.
Finalmente, decidió que el sitio más seguro era la cantina. Si pudiera ocupar
una mesa junto a la de ella hacia la mitad del local, no demasiado cerca de la
telepantalla y con el zumbido de las conversaciones alrededor, le bastaba con
treinta segundos para ponerse de acuerdo con ella.
Durante una semana después, la vida fue
para Winston como una pesadilla. Al día siguiente, la joven no apareció por la
cantina hasta el momento en que él se marchaba cuando ya había sonado la
sirena. Seguramente, la habían cambiado a otro turno. Se cruzaron sin mirarse.
Al día siguiente, estuvo ella en la cantina a la hora de costumbre, pero con
otras tres chicas y debajo de una telepantalla. Pasaron tres días insoportables
para Winston, en que no la vio en la cantina. Tanto su espíritu como su cuerpo
habían adquirido una hipersensibilidad que casi le imposibilitaba para hablar y
moverse. Incluso en sueños no podía librarse por completo de aquella imagen.
Durante aquellos días no abrió su Diario. El único alivio lo encontraba en el
trabajo; entonces conseguía olvidarla durante diez minutos seguidos. No tenía
ni la menor idea de lo que pudiera haberle ocurrido y no había que pensar en
hacer una investigación. Quizá — la hubieran vaporizado, quizá se hubiera
suicidado o, a lo mejor, la habían trasladado al otro extremo de Oceanía.
La posibilidad a la vez mejor y peor de
todas era que la joven, sencillamente, hubiera cambiado de idea y le rehuyera.
Pero al día siguiente reapareció. Ya no
traía el brazo en cabestrillo; sólo una protección de yeso alrededor de la
muñeca. El alivio que sintió al verla de nuevo fue tan grande que no pudo
evitar mirarla directamente durante varios segundos. Al día siguiente, casi
logró hablar con ella. Cuando Winston llegó a la cantina, la encontró sentada a
una mesa muy alejada de la pared. Estaba completamente sola. Era temprano y
había poca gente. La cola avanzó hasta que Winston se encontró casi junto al
mostrador, pero se detuvo allí unos dos minutos a causa de que alguien se
quejaba de no haber recibido su pastilla de sacarina. Pero la muchacha seguía
sola cuando Winston tuvo ya servida su bandeja y avanzaba hacia ella. Lo hizo
como por casualidad fingiendo que buscaba un sitio más allá de donde se
encontraba la joven. Estaban separados todavía unos tres metros. Bastaban dos
segundos para reunirse, pero entonces sonó una voz detrás de él: «¡Smith!».
Winston hizo como que no oía. Entonces la voz repitió más alto: «¡Smith!». Era
inútil hacerse el tonto. Se volvió. Un muchacho llamado Wilsher, a quien apenas
conocía Winston, le invitaba sonriente a sentarse en un sitio vacío junto a él.
No era prudente rechazar esta invitación. Después de haber sido reconocido, no
podía ir a sentarse junto a una muchacha sola. Quedaría demasiado en evidencia.
Haciendo de tripas corazón, le sonrió amablemente al muchacho, que le miraba
con un rostro beatífico. Winston, como en una alucinación, se veía a sí mismo
partiéndole la cara a aquel estúpido con un hacha. La mesa donde estaba ella se
llenó a los pocos minutos.
Por lo menos, la joven tenía que haberlo
visto ir hacia ella y se habría dado cuenta de su intención. Al día siguiente,
tuvo buen cuidado de llegar temprano. Allí estaba ella, exactamente, en la
misma mesa y otra vez sola. La persona que precedía a Winston en la cola era un
hombrecillo nervioso con una cara aplastada y ojos suspicaces. Al alejarse
Winston del mostrador, vio que aquel hombre se dirigía hacia la mesa de ella.
Sus esperanzas se vinieron abajo. Había un sitio vacío una mesa más allá, pero
algo en el aspecto de aquel tipejo le convenció a Winston de que éste no se
instalaría en la mesa donde no había nadie para evitarse la molestia de verse
obligado a soportar a los desconocidos que luego se quisieran sentar allí. Con
verdadera angustia, lo siguió Winston. De nada le serviría sentarse con ella si
alguien más los acompañaba. En aquel momento, hubo un ruido tremendo. El
hombrecillo se había caído de bruces y la bandeja salió volando derramándose la
sopa y el café. Se puso en pie y miró ferozmente a Winston. Evidentemente,
sospechaba que éste le había puesto la zancadilla. Pero daba lo mismo porque
poco después, con el corazón galopándole, se instalaba Winston junto a la
muchacha.
No la miró. Colocó en la mesa el contenido
de su bandeja y empezó a comer. Era importantísimo hablar en seguida antes de
que alguna otra persona se uniera a ellos. Pero le invadía un miedo terrible.
Había pasado una semana desde ' que la joven se había acercado a él. Podía
haber cambiado de idea, es decir, tenía
que haber cambiado de idea. Era imposible que este asunto terminara felizmente;
estas cosas no suceden en la vida real, y probablemente no habría llegado a
hablarle si en aquel momento no hubiera visto a Ampleforth, el poeta de orejas
velludas, que andaba de un lado a otro buscando sitio. Era seguro que
Ampleforth, que conocía bastante a Winston, se sentaría en su mesa en cuanto lo
viera. Tenía, pues, un minuto para actuar. Tanto él como la muchacha comían
rápidamente. Era una especie de guiso muy caldoso de habas. En voz muy baja,
empezó Winston a hablar. No se miraban. Se llevaban a la boca la comida y entre
cucharada y cucharada se decían las palabras indispensables en voz baja e
inexpresiva.
— ¿A qué hora sales del trabajo?
—
Dieciocho treinta.
—
¿Dónde podemos vernos?
— En la Plaza de la Victoria, cerca del
Monumento.
— Hay muchas telepantallas allí.
— No importa, porque hay mucha circulación.
— ¿Alguna señal?
—
No. No te acerques hasta que no me veas
entre mucha gente. Y no me mires. Sigue andando cerca de mí.
—
¿A qué hora?
— A
las diecinueve.
—
Muy bien.
Ampleforth no vio
a Winston y se sentó en otra mesa. No volvieron a hablar y, en lo humanamente
posible entre dos personas sentadas una frente a otra y en la misma mesa, no se
miraban. La joven acabó de comer a toda velocidad y se marchó. Winston se quedó
fumando un cigarrillo.
Antes de la hora
convenida estaba Winston en la Plaza de la Victoria. Dio vueltas en torno a la
enorme columna en lo alto de la cual la estatua del Gran Hermano miraba hacia
el Sur, hacia los cielos donde había vencido a los aviones eurasiáticos (pocos
años antes, los vencidos fueron los aviones de Asia Oriental), en la batalla de
la Primera Franja Aérea. En la calle de enfrente había una estatua ecuestre
cuyo jinete representaba, según decían, a Oliver Cromwell. Cinco minutos
después de la hora que fijaron, aún no se había presentado la muchacha. Otra
vez le entró a Winston un gran pánico. ¡No venía! ¡Había cambiado de idea! Se dirigió
lentamente hacia el norte de la plaza y tuvo el placer de identificar la
iglesia de San Martín, cuyas campanas —
cuando existían — habían cantado
aquello de «me debes tres peniques». Entonces vio a la chica parada al pie del
monumento, leyendo o fingiendo que leía un cartel arrollado a la columna en
espiral. No era prudente acercarse a ella hasta que se hubiera acumulado más
gente. Había telepantallas en todo el contorno del monumento. Pero en aquel
mismo momento se produjo una gran gritería y el ruido de unos vehículos pesados
que venían por la izquierda. De pronto, todos cruzaron corriendo la plaza. La
joven dio la vuelta ágilmente junto a los leones que formaban la base del
monumento y se unió a la desbandada. Winston la siguió. Al correr, le oyó decir a alguien que un
convoy de prisioneros eurasiáticos pasaba por allí cerca.
Una densa masa de
gente bloqueaba el lado sur de la plaza. Winston, que normalmente era de esas
personas que rehuyen todas las aglomeraciones, se esforzaba esta vez, a codazos
y empujones, en abrirse paso hasta el centro de la multitud. Pronto estuvo a un
paso de la joven, pero entre los dos había un corpulento prole y una mujer casi
tan enorme como él, seguramente su esposa. Entre los dos parecían formar un
impenetrable muro de carne. Winston se fue metiendo de lado y, con un violento
empujón, logró meter entre la pareja su hombro. Por un instante creyó que se le
deshacían las entrañas aplastadas entre las dos caderas forzudas. Pero, con un
esfuerzo supremo, sudoroso, consiguió hallarse por fin junto a la chica.
Estaban hombro con hombro y ambos miraban fijamente frente a ellos.
Una caravana de
camiones, con soldados de cara pétrea armados con fusiles ametralladoras,
pasaban calle abajo. En los camiones, unos hombres pequeños de tez amarilla y
harapientos uniformes verdosos formaban una masa compacta tan apretados como
iban. Sus tristes caras mongólicas miraban a la gente sin la menor curiosidad.
De vez en cuando se oían ruidos metálicos al dar un brinco alguno de los camiones. Este ruido lo producían los grilletes
que llevaban los prisioneros en los pies. Pasaron muchos camiones con la misma
carga y los mismos rostros indiferentes. Winston conocía de sobra el contenido,
pero sólo podía verlos intermitentemente. La muchacha apoyaba el hombro y el
brazo derecho, hasta el codo, contra el costado de Winston. Sus mejillas
estaban tan próximas que casi se tocaban. Ella se había puesto inmediatamente a
tono con la situación lo mismo que lo había hecho en la cantina. Empezó a
hablar con la misma voz inexpresiva, moviendo apenas los labios. Era un leve
murmullo apagado por las voces y el estruendo del desfile.
—
¿Me oyes?
—
Sí.
—
¿Puedes salir el domingo?
—
Sí.
—
Entonces escucha bien. No lo olvides. Irás a la estación de Paddington...
Con una precisión casi militar que asombró
a Winston, la chica le fue describiendo la ruta que había de seguir: un viaje
de media hora en tren; torcer luego a la izquierda al salir de la estación;
después de dos kilómetros por carretera y, al llegar a un portillo al que le
faltaba una barra, entrar por él y seguir por aquel sendero cruzando hasta una
extensión de césped; de allí partía una vereda entre arbustos; por fin, un
árbol derribado y cubierto de musgo. Era como si tuviese un mapa dentro de la
cabeza.
—
¿Te acordarás? — murmuró al terminar
sus indicaciones.
—
Sí.
Tuerces a la izquierda, luego a la derecha
y otra vez a la izquierda. Y al portillo le falta una barra.
—
Sí. ¿A qué hora?
— Hacia
las quince. A lo mejor tienes que esperar. Yo llegaré por otro camino. ¿Te
acordarás bien de todo?
—
Sí.
Entonces, márchate de mi lado lo más pronto
que puedas. No necesitaba habérselo dicho. Pero, por lo pronto, no se podía
mover. Los camiones no dejaban de pasar y la gente no se cansaba de expresar su
entusiasmo. Aunque es verdad que solamente lo expresaban abriendo la boca en
señal de estupefacción. Al principio había habido algunos abucheos y silbidos,
pero procedían sólo de los miembros del Partido y pronto cesaron. La emoción
dominante era sólo la curiosidad. Los extranjeros, ya fueran de Eurasia o de
Asia Oriental, eran como animales raros. No había manera de verlos, sino como
prisioneros; e incluso como prisioneros no era posible verlos más que unos
segundos. Tampoco se sabía qué hacían con ellos aparte de los ejecutados
públicamente como criminales de guerra. Los demás se esfumaban, seguramente en
los campos de trabajos forzados. Los redondos rostros mongólicos habían dejado
paso a los de tipo más europeo, sucios, barbudos y exhaustos. Por encima de los
salientes pómulos, los ojos de algunos miraban a los de Winston con una extraña
intensidad y pasaban al instante. El convoy se estaba terminando. En el último
camión vio Winston a un anciano con la cara casi oculta por una masa de
cabello, muy erguido y con los puños cruzados sobre el pecho. Daba la sensación
de estar acostumbrado a que lo ataran. Era imprescindible que Winston y la
chica se separaran ya. Pero en el último momento, mientras que la multitud los
seguía apretando el uno contra el otro, ella le cogió la mano y se la estrechó.
No habría durado aquello más de diez
segundos y, sin embargo, parecía que sus manos habían estado unidas durante una
eternidad. Por lo menos, tuvo Winston tiempo sobra do para aprenderse de
memoria todos los detalles de aquella mano de mujer. Exploró sus largos dedos,
sus uñas bien formadas, la palma endurecida por el trabajo con varios callos y
la suavidad de la carne junto a la muñeca. Sólo con verla la habría reconocido
entre todas las manos. En ese instante se le ocurrió que no sabía de qué color
tenía ella los ojos. Probablemente, castaños, pero también es verdad que mucha
gente de cabello negro tienen ojos azules. Volver la cabeza y mirarla hubiera
sido una imperdonable locura. Mientras había durado aquel apretón de manos
invisible entre la presión de tanta gente, miraban ambos impasibles adelante y
Winston, en vez de los ojos de ella, contempló los del anciano prisionero que
lo miraban con tristeza por entre sus greñas de pelo.
II
Winston emprendió la marcha por el campo.
El aire parecía besar la piel. Era el segundo día de mayo. Del corazón del
bosque venía el arrullo de las palomas. Era un poco pronto. El viaje no le
había presentado dificultades y la muchacha era tan experimentada que le
infundía a Winston una gran seguridad. Confiaba en que ella sabría escoger un
sitio seguro. En general, no podía decirse que se estuviera más seguro en el
campo que en Londres. Desde luego, no había telepantallas, pero siempre quedaba
el peligro de los micrófonos ocultos que recogían vuestra voz y la reconocían.
Además, no era fácil viajar individualmente sin llamar la atención. Para
distancias de menos de cien kilómetros no se exigía visar los pasaportes, pero
a veces vigilaban patrullas alrededor de las estaciones de ferrocarril y
examinaban los documentos de todo miembro del Partido al que encontraran y le
hacían difíciles preguntas. Sin embargo, Winston tuvo la suerte de no encontrar
patrullas y desde que salió de la estación se aseguró, mirando de vez en cuando
cautamente hacia atrás, de que no lo seguían. El tren iba lleno de proles con
aire de vacaciones, quizá porque el tiempo parecía de verano. El vagón en que
viajaba Winston llevaba asientos de madera y su compartimiento estaba ocupado
casi por completo con una única familia, desde la abuela, muy vieja y sin
dientes, hasta un niño de un mes. Iban a pasar la tarde con unos parientes en
el campo y, como le explicaron con toda libertad a Winston, para adquirir un
poco de mantequilla en el mercado negro.
Por fin, llegó a la
vereda que le había dicho ella y siguió por allí entre los arbustos. No tenía
reloj, pero no podían ser todavía las quince. Había tantas flores silvestres,
que le era imposible no pisarlas. Se arrodilló y empezó a coger algunas, en
parte por echar algún tiempo fuera y también con la vaga idea de reunir un
ramillete para ofrecérselo a la muchacha. Pronto formó un gran ramo y estaba
oliendo su enfermizo aroma cuando se quedó helado al oír el inconfundible
crujido de unos pasos tras él sobre las ramas secas. Siguió cogiendo
florecillas. Era lo mejor que podía hacer. Quizá fuese la chica, pero también
pudieran haberlo seguido. Mirar para atrás era mostrarse culpable. Todavía le
dio tiempo de coger dos flores más. Una mano se le posó levemente sobre el
hombro.
Levantó la cabeza. Era la muchacha. Ésta
volvió la cabeza para prevenirle de que siguiera callado, luego apartó las
ramas de los arbustos para abrir paso hacia el bosque. Era evidente que había
estado allí antes, pues sus movimientos eran los de una persona que tiene la
costumbre de ir siempre por el mismo sitio. Winston la siguió sin soltar su
ramo de flores. Su primera sensación fue de alivio, pero mientras contemplaba
el cuerpo femenino, esbelto y fuerte a la vez, que se movía ante él, y se
fijaba en el ancho cinturón rojo, lo bastante apretado para hacer resaltar la
curva de sus caderas, empezó a sentir su propia inferioridad. Incluso ahora le
parecía muy probable que cuando ella se volviera y lo mirara, lo abandonaría.
La dulzura del aire y el verdor de las hojas lo hechizaban. Ya cuando venía de
la estación, el sol de mayo le había hecho sentirse sucio y gastado, una
criatura de puertas adentro que llevaba pegado a la piel el polvo de Londres.
Se le ocurrió pensar que hasta ahora no lo había visto ella de cara a plena
luz. Llegaron al árbol derribado del que la joven había hablado. Ésta saltó por
encima del tronco y, separando las grandes matas que lo rodeaban, pasó a un
pequeño claro. Winston, al seguirla, vio que el pequeño espacio estaba rodeado
todo por arbustos y oculto por ellos. La muchacha se detuvo y, volviéndose
hacia él, le dijo:
—
Ya hemos llegado.
Winston se hallaba a varios pasos de ella.
Aún no se atrevía a acercársele más.
—
No quise hablar en la vereda prosiguió ella —
por si acaso había algún micrófono escondido. No creo que lo haya, pero
no es imposible. Siempre cabe la posibilidad de que uno de esos cerdos te
reconozcan la voz. Aquí estamos bien.
Todavía le faltaba valor a Winston para
acercarse a ella. Por eso, se limitó a repetir tontamente:
—
¿Estamos bien aquí?
—
Sí. Mira los árboles — eran unos
arbolillos de ramas finísimas. — No hay
nada lo bastante grande para ocultar un micro. Además, ya he estado aquí antes.
Sólo hablaban. Él se había decidido ya a
acercarse más a ella. Sonriente, con cierta ironía en la expresión, la joven
estaba muy derecha ante él como preguntándose por qué tardaba tanto en empezar.
El ramo de flores silvestre se había caído al suelo. Winston le cogió la mano.
—
¿Quieres creer — dijo — que hasta este momento no sabía de qué color
tienes los ojos? — Eran castaños,
bastante claros, con pestañas negras. —
Ahora que me has visto a plena luz y cara a cara, ¿puedes soportar mi
presencia?
—
Sí, bastante bien.
—
Tengo treinta y nueve años. Estoy casado y no me puedo librar de mi mujer.
Tengo varices y cinco dientes postizos.
Todo eso no me importa en absoluto — dijo la muchacha.
Un instante después, sin saber cómo, se la
encontró Winston en sus brazos. Al principio, su única sensación era de
incredulidad. El juvenil cuerpo se apretaba contra el suyo y la masa de cabello
negro le daba en la cara y, aunque le pareciera increíble, le acercaba su boca
y él la besaba. Sí, estaba besando aquella boca grande y roja. Ella le echó los
brazos al cuello y empezó a llamarle «querido, amor mío, precioso...». Winston
la tendió en el suelo. Ella no se resistió; podía hacer con ella lo que
quisiera. Pero la verdad era que no sentía ningún impulso físico, ninguna
sensación aparte de la del abrazo. Le dominaban la incredulidad y el orgullo.
Se alegraba de que esto ocurriera, pero no tenía deseo físico alguno. Era
demasiado pronto. La juventud y la belleza de aquel cuerpo le habían asustado;
estaba demasiado acostumbrado a vivir sin mujeres. Quizá fuera por alguna de
estas razones o quizá por alguna otra desconocida. La joven se levantó y se
sacudió del cabello una florecilla que se le había quedado prendida en él.
Sentóse junto a él y le rodeó la cintura con su brazo.
—
No te preocupes, querido, no hay prisa. Tenemos toda la tarde. ¿Verdad que es
un escondite magnífico? Me perdí una vez en una excursión colectiva y descubrí
este lugar. Si viniera alguien, lo oiríamos a cien metros.
—
¿Cómo te llamas? — dijo Winston.
— Julia.
Tu nombre ya lo conozco. Winston... Winston Smith.
— ¿Cómo te enteraste?
—
Creo que tengo más habilidad que tú para descubrir cosas, querido. Dime, ¿qué
pensaste de mí antes de darte aquel papelito?
Winston no tuvo ni la menor tentación de
mentirle. Era una especie de ofrenda amorosa empezar confesando lo peor.
—
Te odiaba. Quería abusar de ti y luego asesinarte. Hace dos semanas pensé
seriamente romperte la cabeza con una piedra. Si quieres saberlo, te diré que
te creía en relación con la Policía del Pensamiento.
La muchacha se reía encantada, tomando
aquello como un piropo por lo bien que se había disfrazado.
—
¡La Policía del Pensamiento, qué ocurrencia! No es posible que lo creyeras.
Bueno, quizá no fuera exactamente eso.
Pero, por tu aspecto... quizá por tu juventud y por lo saludable que eres; en
fin, ya comprendes, creí que probablemente...
—
Pensaste que era una excelente afiliada. Pura en palabras y en hechos.
Estandartes, desfiles, consignas, excursiones colectivas y todo eso. Y creíste que
a las primeras de cambio te denunciaría como criminal mental y haría que te
mataran.
—
Sí, algo .así. Ya sabes que muchas chicas son de ese modo.
—
La culpa la tiene esa porquería — dijo
Julia quitándose el cinturón rojo de la Liga Anti-Sex y tirándolo a una rama,
donde quedó colgado. Luego, como si el tocarse la cintura le hubiera recordado
algo, sacó del bolsillo de su «mono» una tableta de chocolate. La partió por la
mitad y le dio a Winston uno de los pedazos. Antes de probarlo, ya sabía él por
el olor que era un chocolate muy poco frecuente. Era oscuro y brillante,
envuelto en papel de plata. El chocolate, corrientemente, era de un color
castaño claro y desmigajaba con gran facilidad; y en cuanto a su sabor, era
algo así como el del humo de la goma quemada. Pero alguna vez había probado
chocolate como el que ella le daba ahora.
Su aroma le había despertado recuerdos que no podía localizar, pero que
lo turbaban intensamente.
—
¿Dónde encontraste esto? dijo.
En el mercado negro — dijo ella con indiferencia — Yo me las arreglo bastante bien. Fui jefe de
sección en los Espías. Trabajo voluntariamente tres tardes a la semana en la
Liga juvenil Anti-Sex. Me he pasado horas y horas desfilando por Londres. Siempre
soy yo la que lleva uno de los estandartes. Pongo muy buena cara y nunca
intento librarme de una lata. Mi lema
es «grita siempre con los demás». Es el único modo de estar seguros.
El primer trocito de chocolate se le había
derretido a Winston en la lengua. Su sabor era delicioso. Pero le seguía
rondando aquel recuerdo que no podía fijar, algo así como un objeto visto por
el rabillo del ojo. Hizo por librarse de él quedándole la sensación de que se
trataba de algo que él había hecho en tiempos y que hubiera preferido no haber
hecho.
Eres muy joven — dijo. — Debes de ser
unos diez o quince años más joven que yo. ¿Qué has podido ver en un hombre como
yo que te haya atraído?
Algo en tu cara. Me decidí a arriesgarme.
Conozco en seguida a la gente de la acera de enfrente. En cuanto te vi supe que
estabas contra ellos.
Ellos, por lo visto, quería decir el Partido, y
sobre todo el Partido Interior, sobre el cual hablaba Julia con un odio
manifiesto que intranquilizaba a Winston, aunque sabía que aquel sitio en que
se hallaban era uno de los poquísimos lugares donde nada tenían que temer. Le
asombraba la rudeza con que hablaba Julia. Se suponía que los miembros del
Partido no decían palabrotas, y el propio Winston apenas las decía como no
fuera entre dientes. Sin embargo, Julia no podía nombrar al Partido,
especialmente al Partido Interior, sin usar palabras de esas que solían
aparecer escritas con tiza en los callejones solitarios. A él no le disgustaba
eso, puesto que era un síntoma de la rebelión de la joven contra el Partido y
sus métodos. Y semejante actitud resultaba natural y saludable, como el
estornudo de un caballo que huele mala avena. Habían salido del claro y
paseaban por entré los arbustos. Iban cogidos de la cintura siempre que tenían
sitio suficiente para pasar los dos juntos. Notó que la cintura de Julia
resultaba mucho más suave ahora que se había quitado el cinturón. Seguían
hablando en voz muy baja. Fuera del claro, dijo Julia, era mejor ir con
prudencia. Llegaron hasta la linde del bosquecillo. Ella lo detuvo.
—
No salgas a campo abierto. Podría haber alguien que nos viera. Estaremos mejor
detrás de las ramas.
Y permanecieron a la sombra de los
arbustos. La luz del sol, filtrándose por las innumerables hojas, les seguía
caldeando el rostro. Winston observó el campo que los rodeaba y experimentó,
poco a poco, la curiosa sensación de reconocer aquel lugar. Era tierra de
pastos, con un sendero que la cruzaba y alguna pequeña elevación de cuando en
cuando. En la valla, medio rota, que se veía al otro lado, se divisaban las
ramas de unos olmos que se balanceaban con la brisa, y sus hojas se movían en
densas masas como cabelleras femeninas. Seguramente por allí cerca, pero fuera
de su vista, habría un arroyuelo.
—
¿No hay por aquí cerca un arroyo? —
murmuró.
—
Sí lo hay. Está al borde del terreno colindante con éste. Hay peces, muy
grandes por cierto. Se puede verlos en las charcas que se forman bajo los
sauces.
—
Es el País Dorado... casi — murmuró.
—
¿El País Dorado?
No tiene importancia. Es un paisaje que he
visto algunas veces en sueños.
—
¡Mira! — susurró Julia.
Un pájaro se había movido en una rama a unos cinco metros de ellos y casi al nivel de sus
caras. Quizá no los hubiera visto. Estaba en el sol y ellos a la sombra.
Extendió las alas, volvió a colocárselas cuidadosamente en su sitio, inclinó la
cabecita un momento, como si saludara respetuosamente al sol y empezó a cantar
torrencialmente. En el silencio de la tarde, sobrecogía el volumen de aquel
sonido. Winston y Julia se abrazaron fascinados. La música del ave continuó,
minuto tras minuto, con asombrosas variaciones y sin repetirse nunca, casi como
si estuviera demostrando a propósito su virtuosismo. A veces se detenía unos
segundos, extendía y recogía sus alas, luego hinchaba su pecho moteado y
empezaba de nuevo su concierto. Winston lo contemplaba con un vago respeto.
¿Para quién, para qué cantaba aquel pájaro? No tenía pareja ni rival que lo
contemplaran. ¿Qué le impulsaba a estarse allí, al borde del bosque solitario,
regalándole su música al vacío? Se preguntó si no habría algún micrófono
escondido allí cerca. Julia y él habían hablado sólo en murmullo, y ningún
aparato podría registrar lo que ellos habían dicho, pero sí el canto del
pájaro. Quizás al otro extremo del instrumento algún hombrecillo mecanizado
estuviera escuchando con toda atención; sí, escuchando aquella. Gradualmente la
música del ave fue despertando en él sus pensamientos. Era como un líquido que
saliera de él y se mezclara con la luz del sol, que se filtraba por entre las
hojas. Dejó de pensar y se limitó a sentir. La cintura de la muchacha bajo su
brazo era suave y cálida. Le dio la vuelta hasta quedar abrazados cara a cara.
El cuerpo de Julia parecía fundirse con el suyo. Donde quiera que tocaran sus
manos, cedía todo como si fuera agua. Sus bocas se unieron con besos muy
distintos de los duros besos que se habían dado antes. Cuando volvieron a
apartar sus rostros, suspiraron ambos profundamente. El pájaro se asustó y
salió volando con un aleteo alarmado.
Rápidamente, sin poder evitar el crujido de
las ramas bajo sus pies, regresaron al claro. Cuando estuvieron ya en su
refugio, se volvió Julia hacia él y lo miró fijamente. Los dos respiraban
pesadamente, pero la sonrisa había desaparecido en las comisuras de sus labios.
Estaban de pie y ella lo miró por un instante y luego tanteó la cremallera de
su mono con las manos. ¡Si! ¡Fue casi como en un sueño! Casi tan velozmente
como él se lo había imaginado, ella se arrancó la ropa y cuando la tiró a un
lado fue con el mismo magnífico gesto con el cual toda una civilización parecía
anihilarse. Su blanco cuerpo brillaba al sol. Por un momento él no miró su
cuerpo. Sus ojos habían buscado anclaje en el pecoso rostro con su débil y
franca sonrisa. Se arrodilló ante ella y tomó sus manos entre las suyas.
— ¿Has hecho esto antes?
—
Claro. Cientos de veces. Bueno, muchas veces.
—
¿Con miembros del Partido?
—
Sí, siempre con miembros del Partido.
—
¿Con miembros del Partido del Interior?
— No,
con esos cerdos no. Pero muchos lo harían si pudieran. No son tan sagrados como
pretenden.
Su corazón dio un salto. Lo había hecho
muchas veces. Todo lo que oliera a corrupción le llenaba de una esperanza
salvaje. Quién sabe, tal vez el Partido estaba podrido bajo la superficie, su
culto de fuerza y autocontrol no era más que una trampa tapando la iniquidad.
Si hubiera podido contagiarlos a todos con la lepra o la sífilis, ¡con qué
alegría lo hubiera hecho! Cualquier cosa con tal de podrir, de debilitar, de
minar.
La atrajo hacia sí, de modo que quedaron de
rodillas frente a frente.
—
Oye, cuantos más hombres hayas tenido más te quiero yo. ¿Lo comprendes?
—
Sí, perfectamente.
—
Odio la pureza, odio la bondad. No quiero que exista ninguna virtud en ninguna
parte. Quiero que todo el mundo esté corrompido hasta los huesos.
—
Pues bien, debe irte bien, cariño. Estoy corrompida hasta los huesos.
—
¿Te gusta hacer esto? No quiero decir simplemente yo, me refiero a la cosa en
sí.
—
Lo adoro.
Esto era sobre todas las cosas lo que
quería oír. No simplemente el amor por una persona sino el instinto animal, el
simple indiferenciado deseo. Esta era la fuerza que destruiría al Partido. La
empujó contra la hierba entre las campanillas azules. Esta vez no hubo dificultad.
El movimiento de sus pechos fue bajando hasta la velocidad normal y con un
movimiento de desamparo se fueron separando. El sol parecía haber intensificado
su calor. Los dos estaban adormilados. Él alcanzó su desechado mono y la cubrió
parcialmente.
Al poco tiempo se durmieron profundamente.
Al cabo de media hora se despertó Winston. Se incorporó y contempló a Julia,
que seguía durmiendo tranquilamente con su cara pecosa en la palma de la mano.
Aparte de la boca, sus facciones no eran hermosas. Si se miraba con atención,
se descubrían unas pequeñas arrugas en torno a los ojos. El cabello negro y
corto era extraordinariamente abundante y suave. Pensó entonces que todavía
ignoraba el apellido y el domicilio de ella.
Este cuerpo joven y vigoroso, desamparado
ahora en el sueño, despertó en él un compasivo y protector sentimiento. Pero la
ternura que había sentido mientras escuchaba el canto del pájaro había
desaparecido ya. Le apartó el mono a un lado y estudió su cadera. En los viejos
tiempos, pensó, un hombre miraba el cuerpo de una muchacha y veía que era
deseable y aquí se acababa la historia. Pero ahora no se podía sentir amor puro
o deseo puro. Ninguna emoción era pura porque todo estaba mezclado con el miedo
y el odio. Su abrazo había sido una batalla, el clímax una victoria.
Era un golpe contra el Partido. Era un acto político.
III
Podemos volver a este sitio — propuso Julia. — En general, puede emplearse dos veces el mismo escondite con tal
de que se deje pasar uno o dos meses.
En cuanto se despertó, la conducta de Julia
había cambiado. Tenía ya un aire prevenido y frío. Se vistió, se puso el
cinturón rojo y empezó a planear el viaje de regreso. A Winston le parecía
natural que ella se encargara de esto. Evidentemente poseía una habilidad para todo
lo práctico que Winston carecía y también parecía tener un conocimiento
completo del campo que rodeaba a Londres. Lo había aprendido a fuerza de tomar
parte en excursiones colectivas. La ruta que le señaló era por completo
distinta de la que él había seguido al venir, y le conducía a otra estación.
«Nunca hay que regresar por el mismo camino de ida», sentenció ella, como si
expresara un importante principio general. Ella partiría antes y Winston
esperaría media hora para emprender la marcha a su vez.
Había nombrado Julia un sitio donde podían
encontrarse, después de trabajar, cuatro días más tarde. Era una calle en uno
de los barrios más pobres donde había un mercado con mucha gente y ruido.
Estaría por allí, entre los puestos, como si buscara cordones para los zapatos
o hilo de coser. Si le parecía que no había peligro se llevaría el pañuelo a la
nariz cuando se acercara Winston. En caso contrario, sacaría el pañuelo. Él
pasaría a su lado sin mirarla. Pero con un poco de suerte, en medio de aquel
gentío podrían hablar tranquilos durante un cuarto de hora y ponerse de acuerdo
para otra cita.
Ahora tengo que irme — dijo la muchacha en cuanto vio que él se
había enterado bien de sus instrucciones. Debo estar de vuelta a las diecinueve
treinta. Tengo que dedicarme dos horas a la Liga Anti-Sex repartiendo folletos
o algo por el estilo. ¿Verdad que es un asco? Sacúdeme con las manos. ¿Estás
seguro de que no tengo briznas en el cabello? ¡Bueno, adiós, amor mío; adiós!
Se arrojó en sus brazos, lo besó casi violentamente y poco después
desaparecía por el bosque sin hacer apenas ruido. Incluso ahora seguía sin
saber cómo se llamaba de apellido ni dónde vivía. Sin embargo, era igual, pues
resultaba inconcebible que pudieran citarse en lugar cerrado ni escribirse. Nunca
volvieron al bosquecillo. Durante el mes de mayo sólo tuvieron una ocasión de
estar juntos de aquella manera. Fue en otro escondite que conocía Julia, el
campanario de una ruinosa iglesia en una zona casi desierta donde una bomba
atómica había caído treinta años antes. Era un buen escondite una vez que se
llegaba allí, pero era muy peligroso el viaje. Aparte de eso, se vieron por las
calles en un sitio diferente cada tarde y nunca más de media hora cada vez. En
la calle era posible hablarse de cierta manera. Mezclados con la multitud,
juntos, pero dando la impresión de que era el movimiento de la masa lo que les
hacía estar tan cerca y teniendo buen cuidado de no mirarse nunca, podían
sostener una curiosa e intermitente conversación que se encendía y apagaba como
los rayos de luz de un
faro. En cuanto se aproximaba un uniforme del
Partido o caían cerca de una telepantalla, se callaban inmediatamente. Y
reanudaban la conversación minutos después, empezando a la mitad de una frase
que habían dejado sin terminar, y luego volvían a cortar en seco cuando les
llegaba el momento de separarse. Y al día siguiente seguían hablando sin más
preliminares. Julia parecía estar muy acostumbrada a esta clase de
conversación, que ella llamaba «hablar por folletones». Tenia además una
sorprendente habilidad para hablar sin mover los labios. Una sola vez en todo
un mes de encuentros nocturnos consiguieron darse un beso. Pasaban en silencio
por una calle (Julia nunca hablaba cuando estaban lejos de las calles
principales) y en ese momento oyeron un ruido ensordecedor, la tierra tembló y
se oscureció la atmosfera. Winston
se encontró tendido al lado de Julia, magullado y con un terrible pánico. Una
bomba cohete había estallado muy cerca. De pronto se dio cuenta de que tenía
junto a la suya la cara de Julia. Estaba palidísima, hasta los labios los tenía
blancos. No era palidez, sino una blancura de sal. Winston creyó que estaba
muerta. La abrazó en el suelo y se sorprendió de estar besando un rostro vivo y
cálido. Es que se le había llenado la cara del yeso pulverizado por la
explosión. Tenía la cara completamente blanca.
Algunas tardes, a última hora, llegaban al sitio convenido y tenían
que andar a cierta distancia uno del otro sin dar la menor señal de reconocerse
porque había aparecido una patrulla por una esquina o volaba sobre ellos un
autogiro. Aunque hubiera sido menos peligroso verse, siempre habrían tenido, la
dificultad del tiempo. Winston trabajaba sesenta horas a la semana y Julia
todavía más. Los días libres de ambos variaban según las necesidades del
trabajo y no solían coincidir. Desde luego, Julia tenía muy pocas veces una
tarde libre por completo. Pasaba muchísimo tiempo asistiendo a conferencias y
manifestaciones, distribuyendo propaganda para la Liga juvenil Anti-Sex,
preparando banderas y estandartes para la Semana del Odio, recogiendo dinero
para la Campaña del Ahorro y en actividades semejantes. Aseguraba que merecía
la pena darse ese trabajo suplementario; era un camuflaje. Si se observaban las
pequeñas reglas se podían infringir las grandes. Julia indujo a Winston a que
dedicara otra de sus tardes como voluntario en la fabricación de municiones
como solían hacer los más entusiastas miembros del Partido. De manera que una
tarde cada semana se
pasaba Winston cuatro horas de aburrimiento
insoportable atornillando dos pedacitos de metal que probablemente formaban
parte de una bomba. Este trabajo en serie lo realizaban en un taller donde los
martillazos se mezclaban espantosamente con la música de la telepantalla. El taller
estaba lleno de corrientes de aire y muy mal iluminado.
Cuando se reunieron en las ruinas del campanario llenaron todos los
huecos de sus conversaciones anteriores. Era una tarde achicharrante. El aire
del pequeño espacio sobre las campanas era ardiente e irrespirable y olía de un
modo insoportable a palomar. Allí permanecieron varias horas, sentados en el
polvoriento suelo, levantándose de cuando en cuando uno de ellos para asomarse
cautelosamente y asegurarse de que no se acercaba nadie.
Julia tenía veintiséis años. Vivía en una especie de
hotel con otras treinta muchachas («¡Siempre el hedor de las mujeres! ¡Cómo las odio!», comentó); y
trabajaba, como él había adivinado, en las máquinas que fabricaban novelas en
el departamento dedicado a ello. Le distraía su trabajo, que consistía
principalmente en manejar un motor eléctrico poderoso, pero lleno de resabios.
No era una mujer muy lista — según su
propio juicio, — pero manejaba
hábilmente las máquinas. Sabía todo el procedimiento para fabricar una novela,
desde las directrices generales del Comité Inventor hasta los toques finales
que daba la Brigada de Repaso. Pero no le interesaba el producto terminado. No
le interesaba leer. Consideraba los libros como una mercancía, algo así como la
mermelada o los cordones para los zapatos.
Julia no recordaba nada anterior a los años
sesenta y tantos y la única persona que había conocido que le hablase de los
tiempos anteriores a la Revolución era un abuelo que había desaparecido cuando ella
tenia ocho años. En la escuela había sido capitana del equipo de hockey y había
ganado durante dos años seguidos el trofeo
de gimnasia. Fue jefe de sección en los Espías y secretaria de una rama de la
Liga de la juventud antes de afiliarse a la Liga juvenil Anti-Sex. Siempre
había sido considerada como persona de absoluta confianza. Incluso (y esto era
señal infalible de buena reputación) la habían elegido para trabajar en
Pomosec, la subsección del Departamento de Novela encargada de fabricar pornografía
barata para los proles. Allí había trabajado un año entero ayudando a la
producción de libritos que se enviaban en paquetes sellados y que llevaban
títulos como Historias deliciosas, o Una noche en un colegio de chicas, que
compraban furtivamente los jóvenes proletarios, con lo cual se les daba la
impresión de que adquirían una mercancía ilegal.
—
¿Cómo son esos libros? — le preguntó
Winston por curiosidad.
—
Pues una porquería. Son de lo más aburrido. Hay sólo seis argumentos. Yo
trabajaba únicamente en los calidoscopios. Nunca llegué a formar parte de la
Brigada de Repaso.
No tengo disposiciones para la literatura.
Sí, querido, ni siquiera sirvo para eso.
Winston se enteró con asombro de que en la
Pornosec, excepto el jefe, no había más que chicas. Dominaba la teoría de que
los hombres, por ser menos capaces que las mujeres de dominar su instinto
sexual, se hallaban en mayor peligro de ser corrompidos por las suciedades que
pasaban por sus manos.
—
Ni siquiera permiten trabajar allí a las mujeres casadas — añadió. —
Se supone que las chicas solteras son siempre muy puras. Aquí tienes por
lo pronto una que no lo es.
Julia había tenido su primer asunto amoroso
a los dieciséis años con un miembro del Partido de sesenta años, que después se
suicidó para evitar que lo detuvieran. «Fue una gran cosa — dijo Julia, — porque, si no, mi nombre se habría descubierto al confesar él.»
Desde entonces se habían sucedido varios otros. Para ella la vida era muy
sencilla. Una lo quería pasar bien; ellos
— es decir, el Partido —
trataban de evitarlo por todos los medios; y una procuraba burlar las
prohibiciones de la mejor manera posible. A Julia le parecía muy natural que ellos
le quisieran evitar el placer y que ella por su parte quisiera librarse de
que la detuvieran. Odiaba al Partido y lo decía con las más terribles
palabrotas, pero no era capaz de hacer una crítica seria de lo que el Partido
representaba. No atacaba más que la parte de la doctrina del Partido que rozaba
con su vida. Winston notó que Julia no usaba nunca palabras de neolengua
excepto las que habían pasado al habla corriente. Nunca había oído hablar de la
Hermandad y se negó a creer en su existencia. Creía estúpido pensar en una
sublevación contra el Partido. Cualquier intento en este sentido tenía que
fracasar. Lo inteligente le parecía burlar las normas y seguir viviendo a pesar
de ello. Se preguntaba cuántas habría como ella en la generación más joven,
mujeres educadas en el mundo de la revolución, que no habían oído hablar de
nada más, aceptando al Partido como algo de imposible modificación — algo así como el cielo — y que sin rebelarse contra la autoridad
estatal la eludían lo mismo que un conejo puede escapar de un perro.
Entre Winston y Julia no se planteó la
posibilidad de casarse. Había demasiadas dificultades para ello. No merecía la
pena perder tiempo pensando en esto. Ningún comité de Oceanía autorizaría este
casamiento, incluso si Winston hubiera podido librarse de su esposa Katharine.
—
¿Cómo era tu mujer?
—
Era..., ¿conoces la palabra piensabien,
es decir, ortodoxa por naturaleza, incapaz de un mal pensamiento?
—
No, no conozco esa palabra, pero sí la clase de persona a que te refieres.
Winston empezó a contarle la historia de su
vida conyugal, pero Julia parecía saber ya todo lo esencial de este asunto. Con
Julia no le importaba hablar de esas cosas. Katharine había dejado de ser para él un penoso recuerdo, convirtiéndose en un
recuerdo molesto.
Lo habría soportado si no hubiera sido por
una cosa — añadió. Y le contó la
pequeña ceremonia frígida que Katharine
le había obligado a
celebrar la misma noche cada semana. —
Le repugnaba, pero por nada del mundo lo habría dejado de hacer. No te
puedes figurar cómo le llamaba a aquello.
—
«Nuestro deber para con el Partido» —
dijo Julia inmediatamente.
—
¿Cómo lo sabías?
—
Querido, también yo he estado en la escuela. A las mayores de dieciséis años
les dan conferencias sobre temas sexuales una vez al mes. Y luego, en el
Movimiento juvenil, no dejan de grabarle a una esas estupideces en la cabeza.
En muchísimos casos da resultado. Claro que nunca se tiene la seguridad porque
la gente es tan hipócrita...
Y Julia se extendió sobre este asunto. Ella
lo refería todo a su propia sexualidad. A diferencia de Winston, entendía
perfectamente lo que el Partido se proponía con su puritanismo sexual. Lo más
importante era que la represión sexual conducía a la histeria, lo cual era
deseable ya que se podía transformar en una fiebre guerrera y en adoración del
líder. Ella lo explicaba así «Cuando haces el amor gastas energías y después te
sientes feliz y no te importa nada. No pueden soportarlo que te sientas así.
Quieren que estés a punto de estallar de energía todo el tiempo. Todas estas
marchas arriba y abajo vitoreando y agitando banderas no es más que sexo
agriado. Si eres feliz dentro de ti mismo, ¿por qué te ibas a excitar por el
Gran Hermano y el Plan Trienal y los Dos Minutos de Odio y todo el resto de su
porquería?». Esto era cierto, pensó él. Había una conexión directa entre la
castidad y la ortodoxia política. ¿Cómo iban a mantenerse vivos el miedo, y el
odio y la insensata incredulidad que el Partido necesitaba si no se embotellaba
algún instinto poderoso para usarlo después como combustible? El instinto
sexual era peligroso para el Partido y éste lo había utilizado en provecho
propio. Habían hecho algo parecido con el instinto familiar. La familia no
podía ser abolida; es más, se animaba a la gente a que amase a sus hijos casi
al estilo antiguo. Pero, por otra parte, los hijos eran enfrentados
sistemáticamente contra sus padres y se les enseñaba a espiarlos y a denunciar
sus desviaciones. La familia se había convertido en una ampliación de la
Policía del Pensamiento. Era un recurso por medio del cual todos se hallaban
rodeados noche y día por delatores que les conocían íntimamente.
De pronto se puso a pensar otra vez en Katharine. Ésta lo habría denunciado a la P. del P. con toda
seguridad si no hubiera sido demasiado tonta para descubrir lo herético de sus
opiniones. Pero lo que se la hacía recordar en este momento era el agobiante
calor de la tarde, que le hacía sudar. Empezó a contarle a Julia algo que había
ocurrido, o mejor dicho, que había dejado de ocurrir en otra tarde tan calurosa
como aquélla, once años antes. Katharine
y Winston se habían
extraviado durante una de aquellas excursiones colectivas que organizaba el
Partido. Iban retrasados y por equivocación doblaron por un camino que los
condujo rápidamente a un lugar solitario. Estaban al borde de un precipicio.
Nadie había allí para preguntarle. En cuanto se dieron cuenta de que se habían
perdido, Katharine empezó a ponerse nerviosa. Hallarse alejada
de la ruidosa multitud de excursionistas, aunque sólo fuese durante un momento,
le producía un fuerte sentido de culpabilidad. Quería volver inmediatamente por
el camino que habían tomado por error y empezar a buscar en la dirección
contraria. Pero en aquel momento Winston descubrió unas plantas que le llamaron
la atención. Nunca había visto nada parecido y llamó a Katharine para que las viera.
—
¡Mira, Katharine; mira esas flores! Allí, al fondo; ¿ves que
son de dos colores diferentes?
Ella había empezado ya a alejarse, pero se
acercó un momento, a cada instante más intranquila. Incluso se inclinó sobre el
precipicio para ver donde señalaba Winston. Él es taba un poco más atrás y le
puso la mano en la cintura para sostenerla. No había nadie en toda la extensión
que se abarcaba con la vista, no se movía ni una hoja y ningún pájaro daba señales
de presencia. Entonces pensó Winston que estaban completamente solos y que en
un sitio como aquél había muy pocas probabilidades de que tuvieran escondido un
micrófono, e incluso si lo había, sólo podría captar sonidos. Era la hora más
cálida y soñolienta de la tarde. El sol deslumbraba y el sudor perlaba la cara
de Winston. Entonces sé le ocurrió que...
—
¿Por qué no le diste un buen empujón? dijo Julia. — Yo lo habría hecho.
—
Sí, querida; yo también lo habría hecho si hubiera sido la misma persona que
ahora soy. Bueno, no estoy seguro...
—
¿Lamentas ahora haber desperdiciado la ocasión?
—
Sí. En realidad me arrepiento de ello.
Estaban sentados muy juntos en el suelo. Él
la apretó más contra sí. La cabeza de ella descansaba en el hombro de él y el
agradable olor de su cabello dominaba el desagradable hedor a palomar. Pensó
Winston que Julia era muy joven, que esperaba todavía bastante de la vida y por
tanto no podía comprender que empujara una persona molesta por un precipicio no
resuelve nada.
—
Habría sido lo mismo — dijo.
—
Entonces, ¿por qué dices que sientes no haberlo hecho? — Sólo porque prefiero lo positivo a lo
negativo. Pero en este juego que estamos jugando no podemos ganar. Unas clases
de fracaso son quizá mejores que otras, eso es todo.
Notó que los hombros de ella se movían
disconformes. Julia siempre lo contradecía cuando él opinaba en este sentido.
No estaba dispuesta a aceptar como ley natural que el individuo está siempre
vencido. En cierto modo comprendía que también ella estaba condenada de
antemano y que más pronto o más tarde la Policía del Pensamiento la detendría y
la mataría; pero por otra parte de su cerebro creía firmemente que cabía la
posibilidad de construirse un mundo secreto donde vivir a gusto. Sólo se
necesitaba suerte, astucia y audacia. No comprendía que la felicidad era un
mito, que, la única victoria posible estaba en un lejano futuro mucho después
de la muerte, Y que desde el momento en que mentalmente le
declaraba una persona la guerra al Partido, le convenía considerarse como un
cadáver ambulante.
—
Los muertos somos nosotros — dijo
Winston. Todavía no hemos muerto —
replicó Julia prosaicamente.
Físicamente, todavía no. Pero es cuestión de
seis meses, un año o quizá cinco. Le temo a la muerte. Tú eres joven y por eso
mismo quizá le temas a la muerte más que yo. Naturalmente, haremos todo lo
posible por evitarla lo más que podamos. Pero la diferencia es insignificante.
Mientras que los seres humanos sigan siendo humanos, la muerte y la vida vienen
a ser lo mismo.
—
Oh, tonterías. ¿Qué preferirías: dormir conmigo o con un esqueleto? ¿No
disfrutas de estar vivo? ¿No te gusta sentir: esto soy yo, ésta es mi mano,
esto mi pierna, soy real, sólida, estoy viva?... ¿No te gusta?
Ella se dio la vuelta y apretó su pecho
contra él. Podía sentir sus senos, maduros pero firmes, a través de su mono. Su
cuerpo parecía traspasar su juventud y vigor hacia él.
—
Sí, me gusta erijo Winston.
—
No hablemos más de la muerte. Y ahora escucha, querido; tenemos que fijar la
próxima cita. Si te parece bien, podemos volver a aquel sitio del bosque. Ya
hace mucho tiempo que fuimos. Basta con que vayas por un camino distinto. Lo
tengo todo preparado. Tomas el tren... Pero lo mejor será que te lo dibuje
aquí.
Y tan práctica como siempre amasó primero
un cuadrito de polvo y con una ramita de un nido de palomas empezó a dibujar un
mapa sobre el suelo.
IV
Winston examinó
la pequeña habitación en la tienda del señor Charrington. Junto a la ventana,
la enorme cama estaba preparada con viejas mantas y una colcha raquítica. El
antiguo reloj, en cuya esfera se marcaban las doce horas, seguía con su tic-tac
sobre la repisa de la chimenea. En un rincón, sobre la mesita, el pisapapeles
de cristal que había comprado en su visita anterior brillaba suavemente en la
semioscuridad.
En el hogar de la chimenea había una desvencijada estufa de petróleo,
una sartén y dos copas, todo ello proporcionado por el señor Charrington.
Winston puso un poco de agua a hervir. Había traído un sobre lleno de café de
la Victoria y algunas pastillas de sacarina. Las manecillas del reloj marcaban
las siete y veinte; pero en realidad eran las diecinueve veinte.
Julia llegaría a las diecinueve treinta.
El corazón le decía a Winston que todo esto era una locura; sí, una
locura consciente y suicida. De todos los crímenes que un miembro del Partido
podía cometer, éste era el de más imposible ocultación. La idea había flotado
en su cabeza en forma de una visión del pisapapeles de cristal reflejado en la
brillante superficie de la mesita. Como él lo había previsto, el señor
Charrington no opuso ninguna dificultad para alquilarle la habitación. Se
alegraba, por lo visto, de los dólares que aquello le proporcionaría. Tampoco
parecía ofenderse, ni inclinado a hacer preguntas indiscretas al quedar bien
claro que Winston deseaba la habitación para un asunto amoroso. Al contrario,
se mantenía siempre a una discreta distancia y con un aire tan delicado que
daba la impresión de haberse hecho invisible en parte. Decía que la intimidad
era una cosa de valor inapreciable. Que todo el mundo necesitaba un sitio donde
poder estar solo de vez en cuando. Y una vez que lo hubiera logrado, era de
elemental cortesía, en cualquier otra persona que conociera este refugio, no
contárselo a nadie. Y para subrayar en la práctica su teoría, casi desaparecía,
añadiendo que la casa tenía dos entradas, una de las cuales daba al patio
trasero que tenía una salida a un callejón.
Alguien cantaba bajó la ventana. Winston se asomó por detrás de los
visillos. El sol de junio estaba aún muy alto y en el patio central una
monstruosa mujer sólida como una columna normanda, con antebrazos de un color
moreno rojizo, y un delantal atado a la cintura, iba y venía continuamente
desde el barreño donde tenía la ropa lavada hasta el fregadero, colgando cada
vez unos pañitos cuadrados que Winston reconoció como pañales. Cuando la boca
de la mujer no estaba impedida por pinzas para tender, cantaba con poderosa voz
de contralto:
Era sólo una ilusión sin esperanza
Que pasó como un día de abril,
pero aquella mirada, aquella palabra
y los ensueños que despertaron
me robaron el corazón.
Esta canción obsesionaba a Londres desde hacía muchas semanas. Era una
de las producciones de una subsección del Departamento de Música con destino a
los proles. La letra de estas canciones se componía sin intervención humana en
absoluto, valiéndose de un instrumento llamado «versificador». Pero la mujer la
cantaba con tan buen oído que el horrible sonsonete se había convertido en unos
sonidos casi agradables. Winston oía la voz de la mujer, el ruido de sus
zapatos sobre el empedrado del patio, los gritos de los niños en la calle, y a
cierta distancia, muy débilmente, el zumbido del tráfico, y sin embargo su
habitación parecía impresionantemente silenciosa gracias a la ausencia de
telepantalla.
«!Qué locura! ¡Qué locura!», pensó Winston. Era inconcebible que Julia
y él pudieran frecuentar este sitio más de unas semanas sin que los cazaran.
Pero la tentación de disponer de un escondite verdaderamente suyo bajo techo y
en un sitio bastante cercano al lugar de trabajo, había sido demasiado fuerte para él. Durante algún
tiempo después de su visita al campanario les había sido por completo imposible
arreglar ninguna cita. Las horas de trabajo habían aumentado implacablemente en
preparación de la Semana del Odio. Faltaba todavía más de un mes, pero los
enormes y complejos preparativos cargaban de trabajo a todos los miembros del
Partido. Por fin, ambos pudieron tener la misma tarde libre. Estaban ya de
acuerdo en volver a verse en el claro del bosque. La tarde anterior se cruzaron
en la calle. Como de costumbre, Winston no miró directamente a Julia y ambos se
sumaron a una masa de gente que empujaba en determinada dirección. Winston se
fue acercando a ella. Mirándola con el rabillo del ojo notó en seguida que
estaba más pálida que de costumbre.
—
Lo de mañana es imposible — murmuró
Julia en cuanto creyó prudente poder hablar.
—
¿Qué?
— Que
mañana no podré ir.
La primera reacción de Winston fue de
violenta irritación. Durante el mes que la había conocido la naturaleza de su
deseo por ella había cambiado. Al principio había habido muy poca sensualidad
real. Su primer encuentro amoroso había sido un acto de voluntad. Pero después
de la segunda vez había sido distinto. El olor de su pelo, el sabor de su boca,
el tacto de su piel parecían habérsele metido dentro o estar en el aire que lo
rodeaba. Se había convertido en una necesidad física, algo que no solamente
quería sino sobre lo que a la vez tenía derecho. Cuando ella
dijo que no podía venir, había sentido como si lo estafaran. Pero en aquel
momento la multitud los aplastó el uno contra el otro y sus manos se unieron y
ella le acarició los dedos de un modo que no despertaba su deseo, sino su
afecto. Una honda ternura, que no había sentido hasta entonces por ella, se
apoderó súbitamente de él. Le hubiera gustado en aquel momento llevar ya diez
años casado con Julia.. Deseaba intensamente poderse pasear con ella por las
calles, pero no como ahora lo hacía, sino abiertamente, sin miedo alguno,
hablando trivialidades y comprando los pequeños objetos necesarios para la
casa. Deseaba sobre todo vivir con ella en un sitio tranquilo sin sentirse obligado
a acostarse cada vez que conseguían reunirse. No fue en aquella ocasión
precisamente, sino al día siguiente, cuando se le ocurrió la idea de alquilar
la habitación del señor Charrington. Cuando se lo propuso a Julia, ésta aceptó
inmediatamente. Ambos sabían que era una locura. Era como si avanzaran a
propósito hacia sus tumbas. Mientras la esperaba sentado al borde de la cama
volvió a pensar en los sótanos del Ministerio del Amor. Era notable cómo
entraba y salía en la conciencia de todos aquel predestinado horror. Allí
estaba, clavado en el futuro, precediendo a la muerte con tanta inevitabilidad
como el 99 precede al 100. No se podía evitar, pero quizá se pudiera aplazar. Y
sin embargo, de cuando en cuando, por un consciente acto de voluntad se decidía
uno a acortar el intervalo, a precipitar la llegada de la tragedia.
En este momento sintió Winston unos pasos
rápidos en la escalera. Julia irrumpió en la habitación. Llevaba una bolsa de
lona oscura y basta como la que solía llevar al Ministerio. Winston le tendió
los brazos, pero ella apartóse nerviosa, en parte porque le estorbaba la bolsa
llena de herramientas.
—
Un momento — dijo. — Deja que te enseñe lo que traigo. ¿Trajiste
ese asqueroso café de la Victoria? Ya me lo figuré. Puedes tirarlo porque no lo
necesitaremos. Mira.
Se arrodilló, tiró al suelo la bolsa
abierta y de ella salieron varias herramientas, entre ellas un destornillador,
pero debajo venían varios paquetes de papel. El primero que cogió Winston le
produjo una sensación familiar y a la vez extraña. Estaba lleno de algo
arenoso, pesado, que cedía donde quiera que se le tocaba.
—
No será azúcar, ¿verdad? dijo, asombrado.
—
Azúcar de verdad. No sacarina, sino verdadero azúcar. Y aquí tienes un
magnífico pan blanco, no esas porquerías que nos dan, y un bote de mermelada. Y
aquí tienes un bote de leche condensada. Pero fíjate en esto; estoy
orgullosísima de haberlo conseguido. Tuve que envolverlo con tela de saco para
que no se conociera, porque...
Pero no necesitaba explicarle por qué lo había envuelto con tanto
cuidado. El aroma que despedía aquello llenaba la habitación, un olor exquisito
que parecía emanado de su primera infancia, el olor que sólo se percibía ya de
vez en cuando al pasar por un corredor y antes de que le cerraran a uno la
puerta violentamente, ese olor que se difundía misteriosamente por una calle
llena de gente y que desaparecía al instante.
— Es café — murmuró Winston — ; café de verdad.
— Es café del Partido
Interior. ¡Un kilo! — dijo Julia.
— ¿Cómo te las arreglaste para
conseguir todo esto?
— Son provisiones del Partido
Interior. Esos cerdos no se privan de nada. Pero, claro está, los camareros,
las criadas y la gente que los rodea cogen cosas de vez en cuando. Y... mira:
también te traigo un paquetito de té.
Winston se había sentado junto a ella en el suelo. Abrió un pico del
paquete y lo olió.
— Es té auténtico.
— Últimamente ha habido mucho
té. Han conquistado la India o algo así
— dijo Julia vagamente. — Pero
escucha, querido: quiero que te vuelvas de espalda unos minutos. Siéntate en el
lado de allá de la cama. No te acerques demasiado a la ventana. Y no te vuelvas
hasta que te lo diga.
Winston la obedeció y se puso a mirar abstraído por los visillos de
muselina. Abajo en el patio la mujer de los rojos antebrazos seguía yendo y
viniendo entre el lavadero y el tendedero. Se quitó dos pinzas más de la boca y
cantó con mucho sentimiento:
Dicen que el tiempo lo
cura todo,
dicen que siempre se
olvida,
pero las sonrisas y
lágrimas
a lo largo de los años
me retuercen el corazón.
Por lo visto se sabía la canción de memoria. Su voz subía a la
habitación en el cálido aire estival, bastante armoniosa y cargada de una
especie de feliz melancolía. Se tenía la sensación de que esa mujer habría sido
perfectamente feliz si la tarde de junio no hubiera terminado nunca y la ropa
lavada para tender no se hubiera agotado; le habría gustado estarse allí mil
años tendiendo pañales y cantando tonterías. Le parecía muy curioso a Winston
no haber oído nunca a un miembro del Partido cantando espontáneamente y en
soledad. Habría parecido una herejía política, una excentricidad peligrosa,
algo así como hablar consigo mismo. Quizá la gente sólo cantara cuando
estuviera a punto de morirse de hambre.
— Ya puedes volverte — dijo Julia.
Se dio la vuelta y por un segundo casi no la reconoció. Había esperado
verla desnuda. Pero no lo estaba. La transformación había sido mucho mayor. Se
había pintado la cara. Debía de haber comprado el maquillaje en alguna tienda
de los barrios proletarios. Tenía los labios de un rojo intenso, las mejillas
rosadas y la nariz con polvos. Incluso se había dado un toquecito debajo de los
ojos para hacer resaltar su brillantez: No se había pintado muy bien, pero
Winston entendía poco de esto. Nunca había visto ni se había atrevido a
imaginar a una mujer del Partido con cosméticos en la cara. Era sorprendente el
cambio tan favorable que había experimentado el rostro de Julia. Con unos
cuantos toques de color en los sitios adecuados, no sólo estaba mucho más
bonita, sino, lo que era más importante, infinitamente más femenina. Su cabello
corto y su «mono» juvenil de chico realzaban aún más este efecto. Al abrazarla
sintió Winston un perfume a violetas sintéticas. Recordó entonces la
semioscuridad de una cocina en un sótano y la boca negra cavernosa de una
mujer. Era el mismísimo perfume que aquélla había usado, pero a Winston no le
importaba esto por lo pronto.
— ¡También perfume! — dijo.
— Sí, querido; también me he
puesto perfume. ¿Y sabes lo que voy a hacer ahora? Voy a buscarme en donde sea
un verdadero vestido de mujer y me lo pondré en vez de estos asquerosos
pantalones. ¡Llevaré medias de seda y zapatos de tacón alto! Estoy dispuesta a
ser en esta habitación una mujer y no una camarada del Partido.
Se sacaron las
ropas y se subieron a la gran cama de caoba. Era la primera vez que él se
desnudaba por completo en su presencia. Hasta ahora había tenido demasiada
vergüenza de su pálido y delgado cuerpo, con las varices saliéndole en las pantorrillas
y el trozo descolorido justo encima de su tobillo. No había sábanas pero la
manta sobre la que estaban echados estaba gastada y era suave, y el tamaño y lo
blando de la cama los tenía asombrados.
— Seguro que está llena de chinches, pero
¿qué importa? — dijo Julia.
No se veían camas
dobles en aquellos tiempos, excepto en las casas de los proles. Winston había
dormido en una ocasionalmente en su niñez.
Julia no recordaba haber dormido nunca
en una.
Durmieron después
un ratito. Cuando Winston se despertó, el reloj marcaba cerca de las nueve de
la noche. No se movieron, porque Julia dormía con la cabeza apoyada en el hueco
de su brazo. Casi toda su pintura había pasado a la cara de Winston o a la
almohada, pero todavía le quedaba un poco de colorete en las mejillas. Un rayo
de sol poniente caía sobre el pie de la cama y daba sobre la chimenea donde el
agua hervía a borbotones. Ya no cantaba la mujer en el patio, pero seguían
oyéndose los gritos de los niños en la calle. Julia se despertó, frotándose los
ojos, y se incorporó apoyándose en un codo para mirar a la estufa de petróleo.
— La mitad del agua se ha evaporado — dijo. —
Voy a levantarme y a preparar más agua en un momento. Tenemos una hora. ¿Cuándo cortan las luces en tu casa?
— A las veintitrés treinta.
— Donde yo vivo apagan a las veintitrés en
punto. Pero hay que entrar antes porque... ¡Fuera de aquí,
asquerosa!
Julia empezó a
retorcerse en la cama, logró coger un zapato del suelo y lo tiró a 'un rincón,
igual que Winston la había visto arrojar su diccionario a la cara de Goldstein aquella mañana
durante los Dos Minutos de Odio.
— ¿Qué era eso? le preguntó Winston,
sorprendido. — Una rata. La vi asomarse
por ahí. Se metió por un boquete que hay en aquella pared. De todos modos le he
dado un buen susto.
—
¡Ratas! — murmuró Winston. — ¿Hay
ratas en esta habitación?
— Todo está lleno de ratas — dijo ella en tono indiferente mientras
volvía a tumbarse. — Las tenemos hasta
en la cocina de nuestro hotel. Hay partes de Londres en que se encuentran por
todos lados. ¿Sabes que atacan a los niños? Sí; en algunas calles de los proles
las mujeres no se atreven a dejar a sus hijos solos ni dos minutos. Las más
peligrosas son las grandes y oscuras. Y lo más horrible es que siempre...
— ¡No sigas, por favor! — dijo Winston, cerrando los ojos con
fuerza.
— ¡Querido, te has puesto palidísimo! ¿Qué te pasa? ¿Te dan asco?
—
¡Una rata! ¡Lo más horrible del mundo!
Ella lo
tranquilizó con el calor de su cuerpo. Winston no abrió los ojos durante un buen
rato. Le había parecido volver a hallarse de lleno en una pesadilla que se le
presentaba con frecuencia. Siempre era poco más o menos igual. Se hallaba
frente a un muro tenebroso y del otro lado de este muro había algo capaz de
enloquecer al más valiente. Algo infinitamente espantoso. En el sueño sentíase
siempre decepcionado porque sabía perfectamente lo que ocurría detrás del muro
de tinieblas. Con un esfuerzo mortal, como si se arrancara un trozo de su
cerebro, conseguía siempre despertarse sin llegar a descubrir de qué se trataba
concretamente, pero él sabía que era
algo relacionado con lo que Julia había estado diciendo y sobre todo con lo que
iba a decirle cuando la interrumpió.
— Lo siento dijo — ; no es nada. Lo que
ocurre es que no puedo soportar las ratas.
— No te preocupes, querido. Aquí no entrarán
porque voy a tapar ese agujero con tela de saco antes de que nos vayamos. Y la
próxima vez que vengamos traeré un poco de yeso y lo taparemos definitivamente.
Ya había olvidado
Winston aquellos instantes de pánico. Un poco avergonzado de sí mismo sentóse a
la cabecera de la cama. Julia se levantó, se puso el «mono» e hizo el café. El
aroma resultaba tan delicioso y fuerte que tuvieron que cerrar la ventana para
no alarmar a la vecindad. Pero mejor aún que el sabor del café era la calidad
que le daba el azúcar, una finura sedosa que Winston casi había olvidado
después de tantos años de sacarina. Con una mano en un bolsillo y un pedazo de
pan con mermelada en la otra se paseaba Julia por la habitación mirando con
indiferencia la estantería de libros, pensando en la mejor manera de arreglar
la mesa, dejándose caer en el viejo sillón para ver sí era cómodo y examinando
el absurdo reloj de las doce horas con aire divertido y tolerante. Cogió el
pisapapeles de cristal y se lo llevó a la cama, donde se sentó para examinarlo
con tranquilidad. Winston se lo quitó de las manos,
fascinado, como siempre, por el aspecto suave, resbaloso, de agua de lluvia que
tenía aquel cristal.
— ¿Qué crees tú que será esto? — dijo Julia.
— No creo que sea nada particular... Es
decir, no creo que haya servido nunca para nada concreto. Eso es lo que me
gusta precisamente de este objeto. Es un pedacito de historia que se han
olvidado de cambiar; un mensaje que nos llega de hace un siglo y que nos diría
muchas cosas si supiéramos leerlo.
— ¿Y aquel cuadro — señaló Julia — también
tendrá cien años?
— Más, seguramente doscientos. Es imposible
saberlo con seguridad. En realidad hoy no se sabe la edad de nada.
Julia se acercó a
la pared de enfrente para examinar con detenimiento el grabado. Dijo:
— ¿Qué sitio es éste? Estoy segura de haber
estado aquí alguna vez.
— Es una iglesia o, por lo menos, solía
serlo. Se llamaba San Clemente. — La
incompleta canción que el señor Charrington le había enseñado volvió a sonar en
la cabeza de Winston, que murmuró con nostalgia: Naranjas y limones, dicen las campanas de San
Clemente.
Y se quedó
estupefacto al oír a Julia continuar:
Me debes tres peniques, dicen las campanas
de San Martín. ¿Cuándo me pagarás?, dicen las campanas de Old Bailey...
— No puedo recordar cómo sigue. Pero sé que
termina así. Aquí tienes una
vela para alumbrarte cuando te acuestes. Aquí tienes un hacha para cortarte la
cabeza.
Era como las dos
mitades de una contraseña. Pero tenía que haber otro verso después de «las
campanas de Old Bailey». Quizá el señor Charrington acabaría
acordándose de este final.
— ¿Quién te lo enseñó? dijo Winston.
— Mi abuelo. Solía cantármelo cuando yo era
niña. Lo vaporizaron teniendo yo unos ocho años... No estoy segura, pero lo
cierto es que desapareció. Lo que no sé, y me lo he preguntado muchas veces, es
qué sería un limón — añadió. — He visto naranjas. Es una especie de fruta
redonda y amarillenta con una cáscara muy fina.
— Yo recuerdo los limones —
dijo Winston. — Eran muy
frecuentes en los años cincuenta y tantos. Eran unas frutas tan agrias que
rechinaban los dientes sólo de olerlas.
— Estoy segura de que detrás de ese cuadro
hay chinches — dijo Julia. — Lo descolgaré cualquier día para limpiarlo
bien. Creo que ya es hora de que nos vayamos. ¡Qué fastidio, ahora tengo que
quitarme esta pintura! Empezaré por mí y luego te limpiaré a ti la cara.
Winston
permaneció unos minutos más en la cama. Oscurecía en la habitación. Volvióse
hacia la ventana y fijó la vista en el pisapapeles de cristal. Lo que le
interesaba inagotablemente no era el pedacito de coral, sino el interior del
cristal mismo. Tenía tanta profundidad, y sin embargo era transparente, como
hecho con aire. Como si la superficie cristalina hubiera sido la cubierta del
cielo que encerrase un diminuto mundo con toda su atmósfera.
Tenía Winston la
sensación de que podría penetrar en ese mundo cerrado, que ya estaba dentro de
él con la cama de caoba y la mesa rota y el reloj y el grabado e incluso con el
mismo pisapapeles. Sí, el pisapapeles era la habitación en que se hallaba
Winston, y el coral era la vida de Julia y la suya clavadas eternamente en el
corazón del cristal.
V
Syme había desaparecido. Una mañana no
acudió al trabajo: unos cuantos indiferentes comentaron su ausencia, pero al
día siguiente nadie habló de él. Al tercer día entró Winston en el vestíbulo
del Departamento de Registro para mirar el tablón de anuncios. Uno de éstos era
una lista impresa con los miembros del Comité de Ajedrez, al que Syme había
pertenecido. La lista era idéntica a la de antes — nada había sido tachado en ella, — pero contenía un nombre menos. Bastaba con eso. Syme había dejado
de existir. Es más, nunca había existido.
Hacía un calor horrible. En el laberíntico
Ministerio las habitaciones sin ventanas y con buena refrigeración mantenían
una temperatura normal, pero en la calle el pavimento echaba humo y el ambiente
del metro a las horas de aglomeración era espantoso. Seguían en pleno hervor
los preparativos para la Semana del Odio y los funcionarios de todos los
Ministerios dedicaban a esta tarea horas extraordinarias. Había que organizar
los desfiles, manifestaciones, conferencias, exposiciones de figuras de cera,
programas cinematográficos y de telepantalla, erigir tribunas, construir
efigies, inventar consignas, escribir canciones, extender rumores, falsificar
fotografías... La sección de Julia en el Departamento de Novela había
interrumpido su tarea habitual y confeccionaba una serie de panfletos de
atrocidades. Winston, aparte de su trabajo corriente, pasaba mucho tiempo cada
día revisando colecciones del Times y alterando o embelleciendo noticias que
iban a ser citadas en los discursos. Hasta última hora de la noche, cuando las
multitudes de los incultos proles paseaban por las calles, la ciudad presentaba
un aspecto febril. Las bombas cohete caían con más frecuencia que nunca y a
veces se percibían allá muy lejos enormes explosiones que nadie podía explicar
y sobre las cuales se esparcían insensatos rumores.
La nueva canción que había de ser el tema
de la Semana del Odio (se llamaba la Canción del Odio) había sido ya compuesta
y era repetida incansablemente por las telepantallas. Tenía un ritmo salvaje,
de ladridos y no podía llamarse con exactitud música. Más bien era como el
redoble de un tambor. Centenares de voces rugían con aquellos sones que se
mezclaban con el chas-chas de sus renqueantes pies. Era aterrador. Los
proles se habían aficionado a la canción, y por las calles, a media noche,
competía con la que seguía siendo popular: «Era una ilusión sin esperanza». Los
niños de Parsons la tocaban a todas horas, de un modo alucinante, en su peine
cubierto de papel higiénico. Winston tenía las tardes más ocupadas que nunca.
Brigadas de voluntarios organizadas por Parsons preparaban la calle para la
Semana del Odio cosiendo banderas y estandartes, pintando carteles, clavando
palos en los tejados para que sirvieran de astas y tendiendo peligrosamente
alambres a través de la calle para colgar pancartas. Parsons se jactaba de que
las casas de la Victoria era el único grupo que desplegaría cuatrocientos
metros de propaganda. Se hallaba en su elemento y era más feliz que una
alondra. El calor y el trabajo manual le habían dado pretexto para ponerse otra
vez los shorts y la camisa abierta. Estaba en todas partes a la vez,
empujaba, tiraba, aserraba, daba tremendos martillazos, improvisaba, aconsejaba
a todos y expulsaba pródigamente una inagotable cantidad de sudor.
En todo Londres había aparecido de pronto
un nuevo cartel que se repetía infinitamente. No tenía palabras. Se limitaba a
representar, en una altura de tres o cuatro metros, la monstruosa figura de un
soldado eurasiático que parecía avanzar hacia el que lo miraba, una cara
mogólica inexpresiva, unas botas enormes y, apoyado en la cadera, un fusil
ametralladora a punto de disparar. Desde cualquier parte que mirase uno el
cartel, la boca del arma, ampliada por la perspectiva, por el escorzo, parecía
apuntarle a uno sin remisión. No había quedado ni un solo hueco en la ciudad
sin aprovechar para colocar aquel monstruo. Y lo curioso era que había más
retratos de este enemigo simbólico que del propio Gran Hermano. Los proles, que
normalmente se mostraban apáticos
respecto a la guerra,
recibían así un trallazo para que entraran en uno de sus periódicos frenesíes
de patriotismo. Como para armonizar con el estado de ánimo general, las bombas
cohetes habían matado a más gente que de costumbre. Una cayó en un local de
cine de Stepney, enterrando en las ruinas a varios centenares de víctimas.
Todos los habitantes del barrio asistieron a un imponente entierro que duró
muchas horas y que en realidad constituyó un mitin patriótico. Otra bomba cayó
en un solar inmenso que utilizaban los niños para jugar y varias docenas de
éstos fueron despedazados. Hubo muchas más manifestaciones indignadas, Goldstein fue quemado en efigie, centenares de carteles
representando al soldado eurasiático fueron rasgados y arrojados a las llamas y
muchas tiendas fueron asaltadas. Luego se esparció el rumor de que unos espías
dirigían los cohetes mortíferos por medio de la radio y un anciano matrimonio
acusado de extranjería pereció abrasado cuando las turbas incendiaron su casa.
En la habitación encima de la tienda del
señor Charrington, cuando podían ir allí, Julia y Winston se quedaban echados
uno junto al otro en la desnuda cama bajo la ventana abierta, desnudos para
estar más frescos. La rata no volvió, pero las chinches se multiplicaban
odiosamente con ese calor. No importaba. Sucia o limpia, la habitación era un
paraíso. Al llegar echaban pimienta comprada en el mercado negro sobre todos
los objetos, se sacaban la ropa y hacían el amor con los cuerpos sudorosos,
luego se dormían y al despertar se encontraban con que las chinches se estaban
formando para el contraataque. Cuatro, cinco, seis, hasta siete veces se
encontraron allí durante el mes de junio. Winston había dejado de beber ginebra
a todas horas. Le parecía que ya no lo necesitaba. Había engordado. Sus varices
ya no le molestaban; en realidad casi habían desaparecido y por las mañanas ya
no tosía al despertarse. La vida había dejado de serle intolerable, no sentía
la necesidad de hacerle muecas a la telepantalla ni el sufrimiento de no poder
gritar palabrotas cada vez que oía un discurso. Ahora que casi tenían un hogar,
no les parecía mortificante reunirse tan pocas veces y sólo un par de horas
cada vez. Lo importante es que existiese aquella habitación; saber que estaba
allí era casi lo mismo que hallarse en ella. Aquel dormitorio era un mundo
completo, una bolsa del pasado donde animales de especies extinguidas podían
circular. También el señor Charrington, pensó Winston, pertenecía a una especie
extinguida. Solía hablar con él un rato antes de subir. El viejo salía poco,
por lo visto, y apenas tenía clientes. Llevaba una existencia fantasmal entre
la minúscula tienda y la cocina, todavía más pequeña, donde él mismo se guisaba
y donde tenía, entre otras cosas raras, un gramófono increíblemente viejo con
una enorme bocina. Parecía alegrarse de poder charlar. Entre sus inútiles
mercancías, con su larga nariz y gruesos lentes, encorvado bajo su chaqueta de
terciopelo, tenía más aire de coleccionista que de mercader. De vez en cuando,
con un entusiasmo muy moderado, cogía alguno de los objetos que tenía a la
venta, sin preguntarle nunca a Winston si lo quería comprar, sino enseñándoselo
sólo para que lo admirase. Hablar con él era como escuchar el tintineo de una
desvencijada cajita de música. Algunas veces, se sacaba de los desvanes de su
memoria algunos polvorientos retazos de canciones olvidadas. Había una sobre
veinticuatro pájaros negros y otra sobre una vaca con un cuerno torcido y otra
que relataba la muerte del pobre gallo Robín.
«He pensado que podría
gustarle a usted», decía con una risita tímida cuando repetía algunos versos
sueltos de aquellas canciones. Pero nunca recordaba ninguna canción completa.
Julia y Winston sabían perfectamente — en verdad, ni un solo momento dejaban de
tenerlo presente — que aquello no podía
durar. A veces la sensación de que la muerte se cernía sobre ellos les
resultaba tan sólida como el lecho donde estaban echados y se abrazaban con una
desesperada sensualidad, como un alma condenada aferrándose a su último rato de
placer cuando faltan cinco minutos para que suene el reloj. Pero también había
veces en que no sólo se sentían seguros, sino que tenían una sensación de
permanencia. Creían entonces que nada podría ocurrirles mientras estuvieran en
su habitación. Llegar hasta allí era difícil y peligroso, pero el refugio era
invulnerable. Igualmente, Winston, mirando el corazón del pisapapeles, había
sentido como si fuera posible penetrar en aquel mundo de cristal y que una vez
dentro el tiempo se podría detener. Con frecuencia se entregaban ambos a
ensueños de fuga. Se imaginaban que tendrían una suerte magnífica por tiempo
indefinido y que podrían continuar llevando aquella vida clandestina durante
toda su vida natural. O bien Katharine
moriría, lo cual les
permitiría a Winston y Julia, mediante sutiles maniobras, llegar a casarse. O
se suicidarían juntos. O desaparecerían, disfrazándose de tal modo que nadie
los reconocería, aprendiendo a hablar con acento proletario, logrando trabajo
en una fábrica y viviendo siempre, sin ser descubiertos, en una callejuela como
aquélla. Los dos sabían que todo esto eran tonterías. En realidad no había
escapatoria. E incluso el único plan posible, el suicidio, no estaban
dispuestos a llevarlo a efecto. Dejar pasar los días y las semanas, devanando
un presente sin futuro, era lo instintivo, lo mismo que nuestros pulmones
ejecutan el movimiento respiratorio siguiente mientras tienen aire disponible.
Además, a veces hablaban de rebelarse
contra el Partido de un modo activo, pero no tenían idea de cómo dar el primer
paso. Incluso si la fabulosa Hermandad existía, quedaba la dificultad de entrar
en ella. Winston le contó a Julia la extraña intimidad que había, o parecía
haber, entre él y O'Brien, y del impulso que sentía a veces de salirle al
encuentro a O'Brien y decirle que era enemigo del Partido y pedirle ayuda. Era
muy curioso que a Julia no le pareciera una locura semejante proyecto. Estaba
acostumbrada a juzgar a las gentes por su cara y le parecía natural que Winston
confiase en O'Brien basándose solamente en un destello de sus ojos. Además,
Julia daba por cierto que todos, o casi todos, odiaban secretamente al Partido
e infringirían sus normas si creían poderlo hacer con impunidad. Pero se negaba
a admitir que existiera ni pudiera existir jamás una oposición amplia y
organizada. Los cuentos sobre Goldstein
y su ejército
subterráneo, decía, eran sólo un montón de estupideces que el Partido se había
inventado para sus propios fines y en los que todos fingían creer. Innumerables
veces, en manifestaciones espontáneas y asambleas del Partido, había gritado
Julia con todas sus fuerzas pidiendo la ejecución de personas cuyos nombres
nunca había oído y en cuyos supuestos crímenes no creía ni mucho menos.
Cuando tenían efecto los procesos públicos, Julia acudía entre las jóvenes de
la Liga juvenil que rodeaban el edificio de los tribunales noche y día y
gritaba con ellas: «¡Muerte a los traidores!». Durante los Dos Minutos de Odio
siempre insultaba a Goldstein con más energía que los demás. Sin embargo,
no tenía la menor idea de quién era Goldstein
ni de las doctrinas
que pudiera representar. Había crecido dentro de la Revolución y era demasiado
joven para recordar las batallas ideológicas de los años cincuenta y sesenta y
tantos. No podía imaginar un movimiento político independiente; y en todo caso
el Partido era invencible. Siempre existiría. Y nunca iba a cambiar ni en lo
más mínimo. Lo más que podía hacerse era rebelarse secretamente o, en ciertos
casos, por actos, aislados de violencia como matar a alguien o poner una bomba
en cualquier sitio.
En cierto modo, Julia era menos susceptible
que Winston a la propaganda del Partido. Una vez se refirió él a la guerra
contra Eurasia y se quedó asombrado cuando ella, sin concederle importancia a
la cosa, dio por cierto que no había tal guerra. Casi
con toda seguridad,
las bombas cohete que caían diariamente sobre Londres eran lanzadas por el
mismo Gobierno de Oceanía sólo para que la gente estuviera siempre asustada. A
Winston nunca se le había ocurrido esto. También despertó en él Julia una
especie de envidia al confesarle que durante los dos Minutos de Odio lo peor
para ella era contenerse y no romper a reír a carcajadas. Pero Julia nunca
discutía las enseñanzas del Partido a no ser que afectaran a su propia vida.
Estaba dispuesta a aceptar la mitología oficial, porque no le parecía
importante la diferencia entre verdad y falsedad. Creía por ejemplo — Porque lo había aprendido en la escuela — que el Partido había inventado los aeroplanos.
(En cuanto a Winston, recordaba que en su época escolar, en los años cincuenta
y tantos, el Partido no pretendía haber inventado, en el campo de la
aviación, más que el autogiro; una docena de años después, cuando Julia iba a
la escuela, se trataba ya del aeroplano en general; al cabo de otra generación,
asegurarían haber descubierto la máquina de vapor.) Y cuando Winston le dijo
que los aeroplanos existían ya antes de nacer él y mucho antes de la
Revolución, esto le pareció a la joven carecer de todo interés. ¿Qué importaba,
después de todo, quién hubiese inventado los aeroplanos? Mucho más le llamó la
atención a Winston que Julia no recordaba que Oceanía había estado en guerra,
hacía cuatro años, con Asia Oriental y en paz con Eurasia. Desde luego, para
ella la guerra era una filfa, pero por lo visto no se había dado cuenta de que
el nombre del enemigo había cambiado. «Yo creía que siempre habíamos estado en
guerra con Eurasia», dijo en tono vago. Esto le impresionó mucho a Winston. El
invento de los aeroplanos era muy anterior a cuando ella nació, pero el
cambiazo en la guerra sólo había sucedido cuatro años antes, cuando ya Julia
era una muchacha mayor. Estuvo discutiendo con ella sobre esto durante un
cuarto de hora. Al final, logró hacerle recordar confusamente que hubo una
época en que el enemigo había sido Asia Oriental y no Eurasia. Pero ella seguía
sin comprender que esto tuviera importancia. «¿Qué más da?», dijo con
impaciencia. «Siempre ha sido una puñetera guerra tras otra y de sobras sabemos
que las noticias de guerra son todas una pura mentira.»
A veces le hablaba Winston del Departamento
de Registro y de las descaradas falsificaciones que él perpetraba allí por
encargo del Partido. Todo esto no la escandalizaba. Él le contó la historia de
Jones, Aaronson y Rutherford, así como el trascendental papelito que
había tenido en su mano casualmente. Nada de esto la impresionaba. Incluso le
costaba trabajo comprender el sentido de lo que Winston decía.
—
¿Es que eran amigos tuyos? — 1e
preguntó.
—
No, no los conocía personalmente. Eran miembros del Partido Interior. Además,
eran mucho mayores que yo. Conocieron la época anterior a la Revolución. Yo
sólo los conocía de vista.
—
Entonces ¿por qué te preocupas? Todos los días matan gente; es lo corriente.
Intentó hacerse comprender:
—
Ése era un caso excepcional. No se trataba sólo de que mataran a alguien. ¿No
te das cuenta de que el pasado, incluso el de ayer mismo, ha sido suprimido? Si
sobrevive, es únicamente en unos cuantos objetos sólidos, y sin etiquetas que
los distingan, como este pedazo de cristal. Y ya apenas conocemos nada de la
Revolución y mucho menos de los años anteriores a ella. Todos los documentos
han sido destruidos o falsificados, todos los libros han sido otra vez
escritos, los cuadros vueltos a pintar, las estatuas, las calles y los
edificios tienen nuevos nombres y todas las fechas han sido alteradas. Ese
proceso continúa día tras día y minuto tras minuto. La Historia se ha parado en
seco. No existe más que un interminable presente en el cual el Partido lleva
siempre razón. Naturalmente, yo sé que el pasado está falsificado, pero nunca
podría probarlo aunque se trate de falsificaciones realizadas por mí. Una vez
que he cometido el hecho, no quedan pruebas. La única evidencia se halla en mi propia mente y
no puedo asegurar con certeza que exista otro ser humano con la misma
convicción que yo. Solamente en ese ejemplo que te he citado llegué a tener en
mis manos una prueba irrefutable de la falsificación del pasado después de haber
ocurrido; años después.
Y total, ¿qué interés puede tener eso? ¿De
qué te sirve saberlo?
—
De nada, porque inmediatamente destruí la prueba. Pero si hoy volviera a tener
una ocasión semejante guardaría el papel.
—
¡Pues yo no! — dijo Julia. — Estoy dispuesta a arriesgarme, pero sólo por
algo que merezca la pena, no por unos trozos de papel viejo. ¿Qué habrías hecho
con esa fotografía si la hubieras guardado?
—
Quizás nada de particular. Pero al fin y al cabo, se trataba de una prueba y
habría sembrado algunas dudas aquí y allá, suponiendo que me hubiese atrevido a
enseñársela a alguien. No creo que podamos cambiar el curso de los
acontecimientos mientras vivamos. Pero es posible que se creen algunos centros
de resistencia, grupos de descontentos que vayan aumentando e incluso dejando
testimonios tras ellos de modo que la generación siguiente pueda recoger la
antorcha y continuar nuestra obra.
No me interesa la próxima generación,
cariño. Me interesa nosotros.
No eres una rebelde más que de cintura para
abajo — dijo él.
Ella encontró esto muy divertido y le echó
los brazos al cuello, complacida.
Julia no se interesaba en absoluto por las
ramificaciones de la doctrina del partido. Cuando Winston hablaba de los
principios de Ingsoc, el doblepensar, la mutabilidad del pasado y la
degeneración de la realidad objetiva y se ponía a emplear palabras de
neolengua, la joven se aburría espantosamente, además de hacerse un lío, y se
disculpaba diciendo que nunca se había fijado en esas cosas. Si se sabía que
todo ello era un absoluto camelo, ¿para qué preocuparse? Lo único que a ella le
interesaba era saber cuándo tenía que vitorear y cuándo le correspondía
abuchear. Si Winston persistía en hablar de tales temas, Julia se quedaba
dormida del modo más desconcertante. Era una de esas personas que pueden
dormirse en cualquier momento y en las posturas más increíbles. Hablándole,
comprendía Winston qué fácil era presentar toda la apariencia de la ortodoxia
sin tener idea de qué significaba realmente lo ortodoxo. En cierto modo la
visión del mundo inventada por el Partido se imponía con excelente éxito a la
gente incapaz de comprenderla. Hacía aceptar las violaciones más flagrantes de
la realidad porque nadie comprendía del todo la enormidad de lo que se les
exigía ni se interesaba lo suficiente por los acontecimientos públicos para
darse cuenta de lo que ocurría. Por falta de comprensión, todos eran
políticamente sanos y fieles. Sencillamente, se lo tragaban todo y lo que se
tragaban no les sentaba mal porque no les dejaba residuos lo mismo que un grano
de trigo puede pasar, sin ser digerido y sin hacerle daño, por el cuerpecito de
un pájaro.
VI
Por fin, había ocurrido. Había llegado el
esperado mensaje. Le parecía a Winston que toda su vida había estado esperando que
esto sucediera.
Iba por el largo pasillo del Ministerio y
casi había llegado al sitio donde Julia le deslizó aquel día en la mano su
declaración. La persona, quien quiera que fuese, tosió ligera mente sin duda
como preludio para hablar. Winston se detuvo en seco y volvió la cara. Era
O'Brien.
Por fin, se hallaban cara a cara y el único
impulso que sentía Winston era emprender la huida. El corazón le latía a toda
velocidad.
No habría podido hablar en ese momento. Sin
embargo, O'Brien, poniéndole amistosamente una mano en el hombro, siguió
andando junto a él. Empezó a hablar con su característica cortesía, seria y
suave, que le diferenciaba de la mayor parte de los miembros del Partido
Interior.
—
He estado esperando una oportunidad de hablar contigo — le dijo, — estuve
leyendo uno de tus artículos en neolengua publicados en el Times. Tengo
entendido que te interesa, desde un punto de vista erudito, la neolengua.
Winston había recobrado ánimos, aunque sólo
en parte. No muy erudito — dijo. — Soy sólo un aficionado. No es mi
especialidad. Nunca he tenido que ocuparme de la estructura interna del idioma.
—
Pero lo escribes con mucha elegancia —
dijo O'Brien. — Y ésta no es sólo una
opinión mía. Estuve hablando recientemente con un amigo tuyo que es un especia
lista en cuestiones idiomáticas. He olvidado su nombre ahora mismo; que lo
tenía en la punta de la lengua. Winston sintió un escalofrío. O'Brien no podía
referirse más que a Syme. Pero Syme no sólo estaba muerto, sino que había sido
abolido. Era una nopersona. Cualquier
referencia identificable a aquel vaporizado habría resultado mortalmente
peligrosa. De manera que la alusión que acababa de hacer O'Brien debía de significar una señal
secreta. Al compartir con él este pequeño acto de crimental, se habían
convertido los dos en cómplices. Continuaron recorriendo lentamente el corredor
hasta que O'Brien se detuvo. Con la tranquilizadora amabilidad que él infundía
siempre a sus gestos, aseguró bien sus gafas sobre la nariz y prosiguió:
Lo que quise decir fue que noté en tu
artículo que habías empleado dos palabras ya anticuadas. En realidad, hace muy
poco tiempo que se han quedado anticuadas. ¿Has visto la décima edición del
Diccionario de Neolengua?
— No
— dijo Winston. — No creía
que estuviese ya publicado. Nosotros seguimos usando la novena edición en el
Departamento de Registro.
Bueno, la décima
edición tardará varios meses en aparecer, pero ya han circulado algunos
ejemplares en pruebas. Yo
tengo uno. Quizás te interese verlo,
¿no?
— Muchísimo
— dijo Winston, comprendiendo inmediatamente la intención del otro.
— Algunas de las modificaciones introducidas
son muy ingeniosas. Creo que te sorprenderá la reducción del número de verbos.
Vamos a ver. ¿Será mejor que te mande un mensajero con el diccionario? Pero
temo no acordarme; siempre me pasa igual. Quizás puedas recogerlo en mi piso a
una hora que te convenga. Espera.
Voy a darte mi dirección.
Se hallaban
frente a una telepantalla. Como distraído, O'Brien se buscó maquinalmente en
los bolsillos y por fin sacó una pequeña agenda forrada en cuero y un lápiz
tinta morado. Colocándose respecto a la telepantalla de manera que el
observador pudiera leer bien lo que escribía, apuntó la dirección. Arrancó la
hoja y se la dio a Winston.
— Suelo estar en casa por las tardes – dijo.
— Si no, mi criado te dará el
diccionario.
Ya se había
marchado dejando a Winston con el papel en la mano. Esta vez no había necesidad
de ocultar nada. Sin embargo, grabó en la memoria las palabras escritas,
y horas después tiró el papel en el «agujero de la memoria» junto con otros.
No habían hablado
más de dos minutos. Aquel breve episodio sólo podía tener un significado. Era
una manera de que Winston pudiera saber la dirección de O'Brien. Aquel recurso
era necesario porque a no ser directamente, nadie podía saber dónde vivía otra
persona. No había guías de direcciones. «Si quieres verme, ya sabes dónde
estoy», era en resumen lo que O'Brien le había estado diciendo. Quizás se
encontrara en el diccionario algún mensaje. De todos modos lo cierto era que la
conspiración con que él soñaba existía efectivamente y que había entrado ya en
contacto con ella.
Winston sabía que
más pronto o más tarde obedecería la indicación de O'Brien. Quizás al día
siguiente, quizás al cabo de mucho tiempo, no estaba seguro. Lo que sucedía era
sólo la puesta en marcha de un proceso que había empezado a incubarse varios
años antes. El primer paso consistió en un pensamiento involuntario y secreto;
el segundo fue el acto de abrir el Diario. Aquello había pasado de los
pensamientos a las palabras, y ahora, de las palabras a la acción. El último
paso tendría lugar en el Ministerio del Amor. Pero Winston ya lo había
aceptado. El final de aquel asunto estaba implícito en su comienzo. De todos
modos, asustaba un poco; o, con más exactitud, era un pregusto de la muerte,
como estar ya menos vivo. Incluso mientras hablaba O'Brien y penetraba en él el
sentido de sus palabras, le había recorrido un escalofrío. Fue como si avanzara
hacia la humedad de una tumba y la impresión no disminuía por el hecho de que
él hubiera sabido siempre que la tumba estaba allí esperándole.
VII
Winston se despertó muy emocionado. Le dijo
a Julia: «He soñado que... », y se detuvo porque no podía explicarlo. Era
excesivamente complicado. No sólo se trataba del sueño, sino de unos recuerdos
relacionados con él que habían surgido en su mente segundos después de
despertarse. Siguió tendido, con los ojos cerrados y envuelto aún en la
atmósfera del sueño. Era un amplio y luminoso ensueño en el que su vida entera
parecía extenderse ante él como un paisaje en una tarde de verano después de la
lluvia. Todo había ocurrido dentro del pisapapeles de cristal, pero la
superficie de éste era la cúpula del cielo y dentro de la cúpula todo estaba
inundado por una luz clara y suave gracias a la cual podían verse interminables
distancias. El ensueño había partido de un gesto hecho por su madre con el
brazo y vuelto a hacer, treinta años más tarde, por la mujer judía del
noticiario cinematográfico cuando trataba de proteger a su niño de las balas
antes de que los autogiros los destrozaran a ambos.
—
¿Sabes? — dijo Winston — ; hasta ahora
mismo he creído que había asesinado a mi madre.
—
¿Por qué la asesinaste? — le preguntó
Julia medio dormida.
—
No, no la asesiné. Físicamente, no.
En el ensueño había recordado su última
visión de la madre y, pocos instantes después de despertar, le había vuelto el
racimo de pequeños acontecimientos que rodearon aquel hecho. Sin duda, había
estado reprimiendo deliberadamente aquel recuerdo durante muchos años. No
estaba seguro de la fecha, pero debió de ser hacía menos de diez años o, a lo
mas, doce.
Su padre había desaparecido poco antes. No
podía recordar cuánto tiempo antes, pero sí las revueltas circunstancias de
aquella época, el pánico periódico causado por las incursiones aéreas y las
carreras para refugiarse en las estaciones del Metro, los montones de
escombros, las consignas que aparecían por las esquinas en llamativos carteles,
las pandillas de jóvenes con camisas del mismo color, las enormes colas en las
panaderías, el intermitente crepitar de las ametralladoras a lo lejos... y,
sobre todo, el hecho de que nunca había bastante comida. Recordaba las largas
tardes pasadas con otros chicos rebuscando en las latas de la basura y en los
montones de desperdicios, encontrando a veces hojas de verdura, mondaduras de
patata e incluso, con mucha suerte, mendrugos de pan, duros como piedra, que
los niños sacaban cuidadosamente de entre la ceniza; y también, la paciente
espera de los camiones que llevaban pienso para el ganado y que a veces dejaban
caer, al saltar en un bache, bellotas o avena.
Cuando su padre desapareció, su madre no se
mostró sorprendida ni demasiado apenada, pero se operó en ella un súbito
cambio. Parecía haber perdido por completo los ánimos. Era evidente — incluso para un niño como Winston —
que la mujer esperaba algo que ella sabía con toda seguridad que ocurriría.
Hacía todo lo necesario — guisaba,
lavaba la ropa y la remendaba, arreglaba las camas, barría el suelo, limpiaba
el polvo, — todo ello muy despacio y
evitándose todos los movimientos inútiles. Su majestuoso cuerpo tenía una
tendencia natural a la inmovilidad. Se quedaba las horas muertas casi inmóvil
en la cama, con su niñita en los brazos, una criatura muy silenciosa de dos o
tres años con un rostro tal delgado que parecía simiesco. De vez en cuando, la
madre cogía en brazos a Winston y le estrechaba contra ella, sin decir nada. A
pesar de su escasa edad y de su natural egoísmo, Winston sabía que todo esto se
relacionaba con lo que había de ocurrir: aquel acontecimiento implícito en todo
y del que nadie hablaba.
Recordaba la habitación donde vivían, una
estancia oscura y siempre cerrada casi totalmente ocupada por la cama. Había un
hornillo de gas y un estante donde ponía los alimentos. Recordaba el cuerpo
estatuario de su madre inclinado sobre el hornillo de gas moviendo algo en la
sartén. Sobre todo recordaba su continua hambre y las sórdidas y feroces
batallas a las horas de comer. Winston le preguntaba a su madre, con reproche
una y otra vez, por qué no había más comida. Gritaba y la fastidiaba,
descompuesto en su afán de lograr una parte mayor. Daba por descontado que él,
el varón, debía tener la ración mayor. Pero por mucho que la pobre mujer le
diera, él pedía invariablemente más. En cada comida la madre le suplicaba que
no fuera tan egoísta y recordase que su hermanita estaba enferma y necesitaba
alimentarse; pero era inútil. Winston cogía pedazos de comida del plato de su
hermanita y trataba de apoderarse de la fuente. Sabía que con su conducta
condenaba al hambre a su madre y a su hermana, pero no podía evitarlo. Incluso
creía tener derecho a ello. El hambre que le torturaba
parecía justificarlo. Entre comidas, si su madre no tenía mucho cuidado, se
apoderaba de la escasa cantidad de alimento guardado en la alacena.
Un día dieron una ración de chocolate.
Hacía mucho tiempo — meses enteros
— que no daban chocolate. Winston
recordaba con toda claridad aquel cuadrito oscuro y preciadísimo. Era una
tableta de dos onzas (por entonces se hablaba todavía de onzas) que les
correspondía para los tres. Parecía lógico que la tableta fuera dividida en
tres partes iguales. De pronto — en el
ensueño, — como si estuviera escuchando
a otra persona, Winston se oyó gritar exigiendo que le dieran todo el
chocolate. Su madre le dijo que no fuese ansioso. Discutieron mucho; hubo
llantos, lloros, reprimendas, regateos... su hermanita agarrándose a la madre
con las dos manos — exactamente como
una monita — miraba a Winston con ojos
muy abiertos y llenos de tristeza. Al final, la madre le dio al niño las tres
cuartas partes de la tableta y a la hermanita la otra cuarta parte. La pequeña
la cogió y se puso a mirarla con indiferencia, sin saber quizás lo que era.
Winston se la quedó mirando un momento. Luego, con un súbito movimiento, le
arrancó a la nena el trocito de chocolate y salió huyendo.
—
¡Winston! ¡Winston! — le gritó su
madre. — Ven aquí, devuélvele a tu
hermana el chocolate.
El niño se detuvo pero no regresó a su sitio. Su madre lo miraba
preocupadísima. Incluso en ese momento, pensaba en aquello, en lo que había de
suceder de un momento a otro y que Winston ignoraba. La hermanita, consciente
de que le habían robado algo, rompió a llorar. Su madre la abrazó con fuerza.
Algo había en aquel gesto que le hizo comprender a Winston que su hermana se
moría. Salió corriendo escaleras abajo con el chocolate derretiéndosele entre
los dedos.
Nunca volvió a ver a su madre. Después de
comerse el chocolate, se sintió algo avergonzado y corrió por las calles mucho
tiempo hasta que el hambre le hizo volver. Pero su madre ya no estaba allí. En
aquella época, estas desapariciones eran normales. Todo seguía igual en la
habitación. Sólo faltaban la madre y la hermanita. Ni siquiera se había llevado
el abrigo. Ni siquiera ahora estaba seguro Winston de que su madre hubiera
muerto. Era muy posible que la hubieran mandado a un campo de trabajos
forzados. En cuanto a su hermana, quizás se la hubieran llevado — como hicieron con el mismo Winston — a una de las colonias de niños huérfanos
(les llamaban Centros de Reclamación) que fueron una de las consecuencias de la
guerra civil; o quizás la hubieran enviado con la madre al campo de trabajos
forzados o sencillamente la habrían dejado morir en cualquier rincón.
El ensueño seguía vivo en su mente, sobre
todo el gesto protector de la madre, que parecía contener un profundo significado.
Entonces recordó otro ensueño que había tenido dos meses antes, cuando se le
había aparecido hundiéndose sin cesar en aquel barco, pero sin dejar de mirarlo
a él a través del agua que se oscurecía por momentos.
Le contó á Julia la historia de la desaparición
de su madre. Sin abrir los ojos, la joven dio una vuelta en la cama y se colocó
en una posición más cómoda.
—
Ya me figuro que serías un cerdito en aquel tiempo — dijo indiferente. —
Todos los niños son unos cerdos.
— Sí, pero el sentido de esa historia...
Winston comprendió, por la respiración de
Julia, que estaba a punto de volverse a dormir. Le habría gustado seguirle
contando cosas de su madre. No suponía, basándose en lo que podía recordar de
ella, que hubiera sido una mujer extraordinaria, ni siquiera inteligente. Sin
embargo, estaba seguro de que su madre poseía una especie de nobleza, de
pureza, sólo por el hecho de regirse por normas privadas. Los sentimientos de
ella eran realmente suyos y no los que el Estado le mandaba tener. No se le
habría ocurrido pensar que una acción ineficaz, sin consecuencias prácticas,
careciera por ello de sentido. Cuando se amaba a alguien, se le amaba por él
mismo, y si no había nada más que darle, siempre se le podía dar amor. Cuando
él se había apoderado de todo el chocolate, su madre abrazó a la niña con
inmensa ternura. Aquel acto no cambiaba nada, no servía para producir más
chocolate, no podía evitar la muerte de la niña ni la de ella, pero a la madre
le parecía natural realizarlo. La mujer refugiada en aquel barco (en el
noticiario) también había protegido al niño con sus brazos, con lo cual podía
salvarlo de las balas con la misma eficacia que si lo hubiera cubierto con un
papel. Lo terrible era que el Partido había persuadido a la gente de que los simples
impulsos y sentimientos de nada servían. Cuando se estaba bajo las garras del
Partido, nada importaba lo que se sintiera o se dejara de sentir, lo que se
hiciera o se dejara de hacer. Cuanto le sucedía a uno se desvanecía y ni usted
ni sus acciones volvían a figurar para nada. Le apartaban a usted, con toda
limpieza, del curso de la historia. Sin embargo, hacía sólo dos generaciones,
se dejaban gobernar por sentimientos privados que nadie ponía en duda. Lo que
importaba eran las relaciones humanas, y un gesto completamente inútil, un
abrazo, una lágrima, una palabra cariñosa dirigida a un moribundo, poseían un
valor en sí. De pronto pensó Winston que los proles seguían con sus
sentimientos y emociones. No eran leales a un Partido, a un país ni a un ideal,
sino que se guardaban mutua lealtad unos a otros. Por primera vez en su vida,
Winston no despreció a los proles ni los creyó sólo una fuerza inerte. Algún
día muy remoto recobrarían sus fuerzas y se lanzarían a la regeneración del
mundo. Los proles continuaban siendo humanos. No se habían endurecido por
dentro. Se habían atenido a las emociones primitivas que él, Winston, tenía que
aprender de nuevo por un esfuerzo consciente. Y al pensar esto, recordó que
unas semanas antes había visto sobre el pavimento una mano arrancada en un
bombardeo y que la había apartado con el pie tirándola a la alcantarilla como
si fuera un inservible troncho de lechuga.
—
Los proles son seres humanos dijo en voz alta — Nosotros, en cambio, no somos humanos.
Por qué? dijo Julia, que había vuelto a
despertarse. Winston reflexionó un momento.
—
¿No se te ha ocurrido pensar dijo — que
lo mejor que haríamos sería marcharnos de aquí antes de que sea demasiado tarde
y no volver a vernos jamás?
—
Sí, querido, se me ha ocurrido varias veces, pero no estoy dispuesta a hacerlo.
—
Hemos tenido suerte dijo Winston — ; pero esto no puede durar mucho tiempo.
Somos jóvenes. Tú pareces normal e inocente. Si te alejas de la gente como yo,
puedes vivir todavía cincuenta años más.
—
No. Ya he pensado en todo eso. Lo que tú hagas, eso haré yo. Y no te desanimes
tanto. Yo sé arreglármelas para seguir viviendo.
—
Quizás podamos seguir juntos otros seis meses, un año... no se sabe. Pero al
final es seguro que tendremos que separarnos. ¿Te das cuenta de lo solos que
nos encontraremos? Cuando nos hayan cogido, no habrá nada, lo que se dice nada,
que podamos hacer el uno por el otro. Si confieso, te fusilarán, y si me niego
a confesar, te fusilarán también. Nada de lo que yo pueda hacer o decir, o
dejar de decir y hacer, serviría para aplazar tu muerte ni cinco
minutos. Ninguno de nosotros dos sabrá siquiera si el otro vive o ha muerto.
Sería inútil intentar nada. Lo único importante es que no nos traicionemos,
aunque por ello no iban a variar las cosas.
—
Si quieren que confesemos — replicó
Julia — lo haremos. Todos confiesan
siempre. Es imposible evitarlo. Te torturan.
—
No me refiero a la confesión. Confesar no es traicionar. No importa lo que digas
o hagas, sino los sentimientos. Si pueden obligarme a dejarte de amar... esa
sería la verdadera traición.
Julia reflexionó
sobre ello.
— A eso no pueden obligarte — dijo al cabo de un rato. — Es lo único que no pueden hacer. Pueden
forzarte a decir cualquier cosa, pero no hay manera de que te lo hagan creer.
Dentro de ti no pueden entrar nunca.
— Eso es verdad elijo Winston con un poco más
de esperanza. — No pueden penetrar en
nuestra alma. Si podemos sentir que merece la pena seguir siendo humanos, aun
que esto no tenga ningún resultado positivo, los habremos derrotado.
Y pensó en la
telepantalla, que nunca dormía, que nunca se distraía ni dejaba de oír. Podían
espiarle a uno día y
noche, pero no perdiendo la cabeza era
posible burlarlos. Con toda su habilidad, nunca habían logrado encontrar el
procedimiento de saber lo que pensaba otro ser humano. Quizás esto fuera menos
cierto cuando le tenían a uno en sus manos. No se sabía lo que pasaba dentro
del Ministerio del Amor, pero era fácil figurárselo: torturas, drogas,
delicados instrumentos que registraban las reacciones nerviosas, agotamiento
progresivo por la falta de sueño, por la soledad y los interrogatorios
implacables y persistentes. Los hechos no podían ser ocultados, se los
exprimían a uno con la tortura o les seguían la pista con los interrogatorios.
Pero si la finalidad que uno se proponía no era salvar la vida sino haber sido
humanos hasta el final, ¿qué importaba todo aquello? Los sentimientos no podían
cambiarlos; es más, ni uno mismo podría suprimirlos.. Sin duda, podrían saber
hasta el más pequeño detalle de todo lo que uno hubiera hecho, dicho o pensado;
pero el fondo del corazón, cuyo contenido era un misterio incluso para su
dueño, se mantendría siempre inexpugnable.
VIII
Lo habían hecho,
por fin lo habían hecho.
La habitación
donde estaban era alargada y de suave iluminación. La telepantalla había sido
amortiguada hasta producir sólo un leve murmullo. La riqueza de la alfombra
azul oscuro daba la impresión de andar sobre el terciopelo. En un extremo de la
habitación estaba sentado O'Brien ante una mesa, bajo una lámpara de pantalla
verde, con un montón de papeles a cada lado. No se molestó en levantar la
cabeza cuando el criado hizo pasar a Julia y Winston.
El corazón de
Winston latía tan fuerte que dudaba de poder hablar. Lo habían hecho; por fin
lo habían hecho... Esto era lo único que Winston podía pensar. Había sido un
acto de inmensa audacia entrar en este despacho, y una locura inconcebible
venir juntos; aunque realmente habían llegado por caminos diferentes y sólo se
reunieron a la puerta de O'Brien. Pero sólo el hecho de traspasar aquel umbral
requería un gran esfuerzo nervioso. En muy raras ocasiones se podía penetrar en
las residencias del Partido Interior, ni siquiera en el barrio donde tenían sus
domicilios. La atmósfera del inmenso bloque de casas, la riqueza de amplitud de
todo lo que allí había, los olores —
tan poco familiares — a buena comida y
a excelente tabaco, los ascensores silenciosos e increíblemente rápidos, los
criados con chaqueta blanca apresurándose de un lado a otro... todo ello era
intimidante. Aunque tenía un buen pretexto para ir allí, temblaba a cada paso
por miedo a que surgiera de algún rincón un guardia uniformado de negro, le pidiera sus documentos
y le mandara salir. Sin embargo, el criado de O'Brien los había hecho entrar a
los dos sin demora. Era un hombre sencillo, de pelo negro y chaqueta blanca con
un rostro inexpresivo y achinado. El corredor por el que los había conducido,
estaba muy bien alfombrado y las paredes cubiertas con papel crema de absoluta
limpieza. Winston no recordaba haber visto ningún pasillo cuyas paredes no estuvieran manchadas por el
contacto de cuerpos humanos.
O'Brien tenía un pedazo de papel entre los
dedos y parecía estarlo estudiando atentamente. Su pesado rostro inclinado
tenía un aspecto formidable e inteligente a la vez. Se estuvo unos veinte
segundos inmóvil. Luego se acercó el hablescribe y dictó un mensaje en la
híbrida jerga de los ministerios.
«Reí 1 coma 5 coma 7 aprobado excelente.
Sugerencia contenida doc G doblemás ridículo rozando crimental destruir. No
conviene construir antes conseguir completa información maquinaria puntofinal
mensaje.»
Se levantó de la silla y se acercó a ellos
cruzando parte de la silenciosa alfombra. Algo del ambiente oficial parecía
haberse desprendido de él al terminar con las palabras de neolengua, pero su
expresión era más severa que de costumbre, como si no le agradara ser
interrumpido. El terror que ya sentía Winston se vio aumentado por el
azoramiento corriente que se experimenta al serle molesto a alguien. Creía
haber cometido una estúpida equivocación. Pues ¿qué prueba tenía él de que
O'Brien fuera un conspirador político? Sólo un destello de sus ojos y una
observación equívoca. Aparte de eso, todo eran figuraciones suyas fundadas en
un ensueño. Ni siquiera podía fingir que habían venido solamente a recoger el
diccionario porque en tal caso no podría explicar la presencia de Julia. Al
pasar O'Brien frente a la telepantalla, 'pareció acordarse de algo. Se detuvo,
volvióse y giró una llave que había en la pared. Se oyó un chasquido. La voz se
había callado de golpe.
Julia lanzó una pequeña exclamación, un
apagado grito de sorpresa. En medio de su pánico, a Winston le causó aquello
una impresión tan fuerte que no pudo evitar estas palabras:
—
¿Puedes cerrarlo?
—
Sí — dijo O'Brien — ; podemos
cerrarlos. Tenemos ese privilegio.
Estaba sentado frente a ellos. Su maciza
figura los dominaba y la expresión de su cara continuaba indescifrable.
Esperaba a que Winston hablase; pero ¿sobre qué? Incluso ahora podía concebirse
perfectamente que no fuese más que un hombre ocupado preguntándose con
irritación por qué lo habían interrumpido. Nadie hablaba. Después de cerrar la
telepantalla, la habitación parecía mortalmente silenciosa. Los segundos
transcurrían enormes. Winston dificultosamente conseguía mantener su mirada
fija en los ojos de O'Brien. Luego, de pronto, el sombrío rostro se iluminó con
el inicio de una sonrisa. Con su gesto característico, O'Brien se aseguró las
gafas sobre la nariz.
—
¿Lo digo yo o lo dices tú? preguntó O'Brien.
—
Lo diré yo — respondió Winston al
instante. — ¿Está eso completamente
cerrado?
—
Sí; no funciona ningún aparato en esta habitación. Estamos solos.
—
Pues vinimos aquí porque...
Se interrumpió dándose cuenta por primera
vez de la vaguedad de sus propósitos. No sabía exactamente qué clase de ayuda
esperaba de O'Brien. Prosiguió, consciente de que sus palabras sonaban
vacilantes y presuntuosas:
—
Creemos que existe un movimiento clandestino, una especie de organización
secreta que actúa contra el Partido y que tú estás metido en esto. Queremos
formar parte de esta organización y trabajar en lo que podamos. Somos enemigos
del Partido. No creemos en los principios de Ingsoc. Somos criminales del
pensamiento. Además, somos adúlteros. Te digo todo esto porque deseamos
ponernos a tu merced. Si quieres que nos acusemos de cualquier otra cosa,
estamos dispuestos a hacerlo.
Winston dejó de hablar al darse cuenta de
que la puerta se había abierto. Miró por encima de su hombro. Era el criado de
cara amarillenta, que había entrado sin llamar. Traía una bandeja con una
botella y vasos.
—
Martín es uno de los nuestros — dijo
O'Brien impasible. — Pon aquí las
bebidas, Martín. Sí, en la mesa redonda. ¿Tenemos bastantes sillas? Sentémonos
para hablar cómodamente. Siéntate tú también, Martín. Ahora
puedes dejar de ser criado durante diez minutos.
El hombrecillo se sentó a sus anchas, pero sin abandonar el aire
servil. Parecía un lacayo al que le han concedido el privilegio de sentarse con
sus amos. Winston lo miraba con el rabillo del ojo. Le admiraba que aquel
hombre se pasara la vida representando un papel y que le pareciera peligroso
prescindir de su fingida personalidad aunque fuera por unos momentos. O'Brien
tomó la botella por el cuello y llenó los vasos de un líquido rojo oscuro. A
Winston le recordó algo que desde hacía muchos años no bebía, un anuncio
luminoso que representaba una botella que se movía sola y llenaba un vaso
incontables veces. Visto desde arriba, el líquido parecía casi negro, pero la
botella, de buen cristal, tenía un color rubí. Su sabor era agridulce. Vio que
Julia cogía su vaso y lo olía con gran curiosidad.
— Se llama vino — dijo O'Brien con una débil sonrisa. — Seguramente, ustedes lo habrán oído citaren
los libros. Creo que a los miembros del Partido Exterior no les llega. — Su cara volvió a ensombrecerse y levantó
el vaso — : Creo que debemos empezar brindando por nuestro jefe: por Emmanuel Goldstein.
Winston cogió su vaso titubeando. Había leído referencias del vino y
había soñado con él. Como el pisapapeles de cristal o las canciones del señor
Charrington, pertenecía al romántico y desaparecido pasado, la época en que él
se recreaba en sus secretas meditaciones. No sabía por qué, siempre había
creído que el vino tenía un sabor intensamente dulce, como de mermelada y un
efecto intoxicante inmediato. Pero al beberlo ahora por primera vez, le
decepcionó. La verdad era que después de tantos años de beber ginebra aquello
le parecía insípido. Volvió a dejar el vaso vacío sobre la mesa.
— Entonces, ¿existe de verdad
ese Goldstein? preguntó.
— Sí, esa persona no es
ninguna fantasía, y vive. Dónde, no lo sé.
— Y la conspiración..., la
organización, ¿es auténtica? ¿no es sólo un invento de la Policía del
Pensamiento?
— No, es una realidad. La
llamamos la Hermandad. Nunca se sabe de la Hermandad, sino que existe y que uno
pertenece a ella. En seguida volveré a hablarte de eso. — Miró el reloj de pulsera. — Ni siquiera los miembros del Partido
Interior deben mantener cerrada la telepantalla más de media hora. No debíais
haber venido aquí juntos; tendréis que marcharos por separado. Tú,
camarada — le dijo a Julia, — te marcharás primero. Disponemos de unos
veinte minutos. Comprenderéis que debo empezar por haceros algunas preguntas.
En términos generales, ¿qué estáis dispuestos a hacer?
— Todo aquello de que seamos
capaces — dijo Winston.
O'Brien había ladeado un poco su silla hacia Winston de manera que
casi le volvía la espalda a Julia, dando por cierto que Winston podía hablar a
la vez por sí y por ella. Empezó pestañeando un momento y luego inició sus
preguntas con voz baja e inexpresiva, como si se tratara de una rutina, una
especie de catecismo, la mayoría de cuyas respuestas le fueran ya conocidas.
— ¿Estáis dispuestos a dar
vuestras vidas?
— Sí.
— ¿Estáis dispuestos a cometer
asesinatos?
— Sí.
— ¿A cometer actos de sabotaje
que pueden causar la muerte de centenares de personas inocentes?
— Sí.
— ¿A vender a vuestro país a
las potencias extranjeras?
— Sí.
— ¿Estáis dispuestos a hacer
trampas, a falsificar, a hacer chantaje, a corromper a los niños, a distribuir
drogas, a fomentar la prostitución, a extender enfermedades venéreas... a hacer
todo lo que pueda causar desmoralización y debilitar el poder del Partido?
— Sí.
— Si, por ejemplo, sirviera de
algún modo a nuestros intereses arrojar ácido sulfúrico a la cara de un niño,
¿estaríais dispuestos a hacerlo?
— Sí.
—
¿Estáis dispuestos a perder vuestra identidad y a vivir el resto de vuestras
vidas como camareros, cargadores de puerto, etc.?
—
Sí.
—
¿Estáis dispuestos a suicidaros si os lo ordenamos y en el momento en que lo
ordenásemos?
—
Sí.
—
¿Estáis dispuestos, los dos, a separaros y no volveros a ver nunca?
—
No — interrumpió Julia.
A Winston le pareció que había pasado
muchísimo tiempo antes de contestar. Durante algunos momentos creyó haber perdido
el habla. Se le movía la lengua sin emitir sonidos, formando las primeras
sílabas de una palabra y luego de otra. Hasta que lo dijo, no sabía qué palabra
iba a decir:
—
No — dijo por fin.
—
Hacéis bien en decírmelo — repuso
O'Brien. — Es necesario que lo
conozcamos todo.
Se volvió hacia Julia y añadió con una voz
algo más animada:
— ¿Te das cuenta de que,
aunque él sobreviviera, sería una persona diferente? Podríamos vernos obligados
a darle una nueva identidad. Le cambiaríamos la cara, los movimientos, la forma
de sus manos, el color del pelo... hasta la voz, y tú también podrías
convertirte en una persona distinta. Nuestros cirujanos transforman a las
personas de manera que es imposible reconocerlas. A veces, es necesario. En
ciertos casos, amputamos algún miembro.
Winston no pudo evitar otra mirada de
soslayo a la cara mongólica de Martín. No se le notaban cicatrices. Julia
estaba algo más pálida y le resaltaban las pecas, pero miró a O'Brien con
valentía. Murmuró algo que parecía conformidad.
—
Bueno. Entonces ya está todo arreglado
— dijo O'Brien.
Sobre la mesa había una caja de plata con
cigarrillos. Con aire distraído, O'Brien la fue acercando a los otros. Tomó él
un cigarrillo, se levantó y empezó a pasear por la habitación como si de este
modo pudiera pensar mejor. Eran cigarrillos muy buenos; no se les caía el
tabaco y el papel era sedoso. O'Brien volvió a mirar su reloj de pulsera.
—
Vuelve a tu servicio, Martín — dijo.
— Volveré a poner en marcha la
telepantalla dentro de un cuarto de hora. Fíjate bien en las caras de estos
camaradas antes de salir. Es posible que los vuelvas a ver. Yo quizá no.
Exactamente como habían hecho al entrar,
los ojos oscuros del hombrecillo recorrieron rápidos los rostros de Julia y
Winston. No había en su actitud la menor afabilidad. Estaba registrando unas
facciones, grabándoselas, pero no sentía el menor interés por ellos o parecía
no sentirlo. Se le ocurrió a Winston que quizás un rostro transformado no fuera
capaz de variar de expresión. Sin hablar ni una palabra ni hacer el menor gesto
de despedida, salió Martín, cerrando silenciosamente la puerta tras él. O'Brien
seguía paseando por la estancia con una mano en el bolsillo de su «mono» negro
y en la otra el cigarrillo.
—
Ya comprenderéis — dijo — que tendréis que luchar a oscuras. Siempre a
oscuras. Recibiréis órdenes y las obedeceréis sin saber por qué. Más adelante
os mandaré un libro que os aclarará la verdadera naturaleza de la sociedad en
que vivimos y la estrategia que hemos de emplear para destruirla. Cuando hayáis
leído el libro, seréis plenamente miembros de la Hermandad. Pero entre los
fines generales por los que luchamos y las tareas inmediatas de cada momento
habrá un vacío para vosotros sobre el que nada sabréis. Os digo que la Hermandad
existe, pero no puedo deciros si la constituyen un centenar de miembros o diez
millones. Por vosotros mismos no llegaréis a saber nunca si hay una docena de
afiliados. Tendréis sólo tres o cuatro personas en contacto con vosotros que se
renovarán de vez en cuando a medida que vayan desapareciendo. Como yo he sido
el primero en entrar en contacto con vosotros, seguiremos manteniendo la
comunicación. Cuando recibáis órdenes, procederán de mí. Si creemos necesario
comunicaros algo, lo haremos por medio de Martín. Cuando, finalmente, os cojan,
confesaréis. Esto es inevitable. Pero tendréis muy poco que confesar aparte de
vuestra propia actuación. No podréis traicionar más que a unas cuantas personas
sin importancia. Quizá ni siquiera os sea posible delatarme. Por entonces,
quizá yo haya muerto o seré ya una persona diferente con una cara distinta.
Siguió paseando sobre la suave alfombra. A
pesar de su corpulencia, tenía una notable gracia de movimientos. Gracia que
aparecía incluso en el gesto de meterse la mano en el bolsillo o de manejar el
cigarrillo. Más que de fuerza daba una impresión de confianza y de comprensión
irónica. Aunque hablara en serio, nada tenía de la rigidez del fanático. Cuando
hablaba de asesinatos, suicidio, enfermedades venéreas, miembros amputados o
caras cambiadas, lo hacía en tono de broma. «Esto es inevitable parecía decir
su voz — ; «esto es lo que hemos de hacer queramos o no. Pero ya no tendremos
que hacerlo cuando la vida vuelva a ser digna de ser vivida.» Una oleada de
admiración, casi de adoración, iba de Winston a O'Brien. Casi había olvidado la
sombría figura de Goldstein. Contemplando las vigorosas espaldas de
O'Brien y su rostro enérgicamente tallado, tan feo y a la vez tan civilizado,
era imposible creer en la derrota, en que él fuera vencido. No se concebía una
estratagema, un peligro a que él no pudiera hacer frente. Hasta Julia parecía
impresionada. Había dejado quemarse solo su cigarrillo y escuchaba con intensa
atención. O’Brien prosiguió:
—
Habréis oído rumores sobre la existencia de la Hermandad. Supongo que la
habréis imaginado a vuestra manera. Seguramente creeréis que se trata de un
mundo subterráneo de conspiradores que se reúnen en sótanos, que escriben
mensajes sobre los muros y se reconocen unos a otros por señales secretas,
palabras misteriosas o movimientos especiales de las manos. Nada de eso. Los
miembros de la Hermandad no tienen modo alguno de reconocerse entre ellos y es
imposible que ninguno de los miembros llegue a individualizar sino a muy
contados de sus afiliados. El propio Goldstein, si cayera en
manos de la Policía del Pensamiento, no podría dar una lista completa de los
afiliados ni información alguna que les sirviera para hacer el servicio. En
realidad, no hay tal lista. La Hermandad no puede ser barrida porque no es una
organización en el sentido corriente de la palabra. Nada mantiene su cohesión a
no ser la idea de que es indestructible. No tendréis nada en que apoyaros
aparte de esa idea. No encontraréis camaradería ni estímulo. Cuando finalmente
seáis detenidos por la Policía, nadie os ayudará. Nunca ayudamos a nuestros
afiliados. Todo lo más, cuando es absolutamente necesario que alguien calle,
introducimos clandestinamente una hoja de afeitar en la celda del compañero
detenido. Es la única ayuda que a veces prestamos. Debéis acostumbraros a la
idea de vivir sin esperanza. Trabajaréis algún tiempo, os detendrán,
confesaréis y luego os matarán. Esos serán los únicos resultados que podréis
ver. No hay posibilidad de que se produzca ningún cambio perceptible durante
vuestras vidas. Nosotros somos los muertos. Nuestra única vida verdadera está
en el futuro. Tomaremos parte en él como puñados de polvo y astillas de hueso.
Pero no se sabe si este futuro está más o menos lejos. Quizá tarde mil años. Por
ahora lo único posible es ir extendiendo el área de la cordura poco a poco. No
podemos actuar colectivamente. Sólo podemos difundir nuestro conocimiento de
individuo en individuo, de generación en generación. Ante la Policía del
Pensamiento no hay otro medio.
Se detuvo y miró por tercera vez su reloj.
—
Ya es casi la hora de que te vayas, camarada
— le dijo a Julia. — Espera. La
botella está todavía por la mitad.
Llenó los vasos y levantó el suyo.
—
¿Por qué brindaremos esta vez? — dijo, sin perder su tono irónico. — ¿Por el despiste de la Policía del
Pensamiento? ¿Por la muerte del Gran Hermano? ¿Por la humanidad? ¿Por el
futuro?
—
Por el pasado — dijo Winston.
— Sí, el pasado es más
importante — concedió O'Brien
seriamente.
Vaciaron los vasos y un momento después se
levantó Julia para marcharse. O'Brien cogió una cajita que estaba sobre un
pequeño armario y le dio a la joven una tableta delgada y blanca para que se la
colocara en la lengua. Era muy importante no salir oliendo a vino; los encargados
del ascensor eran muy observadores. En cuanto Julia cerró la puerta, O'Brien
pareció olvidarse de su existencia. Dio unos cuantos pasos más y se paró.
—
Hay que arreglar todavía unos cuantos detalles
— dijo. — Supongo que tendrás
algún escondite.
Winston le explicó lo ¿le la habitación
sobre la tienda del señor Charrington.
—
Por ahora, basta con eso. Más tarde te buscaremos otra cosa. Hay que cambiar de
escondite con frecuencia. Mientras tanto, te enviaré una copia del libro. — Winston observó que hasta O'Brien parecía pronunciar esa palabra
en cursiva. — Ya supondrás que me
refiero al libro de Goldstein. Te lo mandaré lo más pronto posible. Quizá
tarde algunos días en lograr el ejemplar. Comprenderás_ que circulan muy pocos.
La Policía del Pensamiento los descubre y destruye casi con la misma rapidez
que los imprimimos nosotros. Pero da lo mismo. Ese libro es indestructible. Si
el último ejemplar desapareciera, podríamos reproducirlo de memoria. ¿Sueles
llevar una cartera a la oficina? —
añadió.
—
Sí. Casi siempre.
—
¿Cómo es?
—
Negra, muy usada. Con dos correas.
Negra, dos correas, muy usada... Bien.
Algún día de éstos, no puedo darte una fecha exacta, uno de los mensajes que te
lleguen en tu trabajo de la mañana contendrá una errata y tendrás que pedir que
te lo repitan. Al día siguiente irás al trabajo sin la cartera. A cierta hora
del día, en la calle, se te acercará un hombre y te tocará en el brazo,
diciéndote: «Creo que se te ha caído esta cartera». La que te dé contendrá un
ejemplar del libro de Goldstein. Tienes que, devolverlo a los catorce días o
antes por el mismo procedimiento.
Estuvieron callados un momento.
—
Falta un par de minutos para que tengas que irte — dijo O'Brien. — Quizá volvamos
a encontrarnos, aunque es muy poco probable, y entonces nos veremos en...
Winston lo miró fijamente.
—
¿... En el sitio donde no hay oscuridad?
— dijo vacilando.
O’Brien asintió con la cabeza, sin dar
señales de extrañeza:
—
En el sitio donde no hay oscuridad —
repitió como si hubiera recogido la alusión. —
Y mientras tanto, ¿hay algo que quieras decirme antes de salir de aquí?
¿Alguna pregunta?
Winston pensó unos instantes. No creía
tener nada más que preguntar. En vez de cosas relacionadas con O’Brien o la
Hermandad, le acudía a la mente una imagen superpuesta de la oscura habitación
donde su madre había pasado los últimos días y el dormitorio en casa del señor
Charrington, el pisapapeles de cristal y el grabado con su marco de palo rosa.
Entonces dijo:
—
¿Oíste alguna vez una vieja canción que empieza: Naranjas y limones, dicen las campanas de San Clemente.
O’Brien, muy serio, continuó la canción:
Me debes tres
peniques, dicen las campanas de San Martín.
¿Cuándo me
pagarás?, dicen las campanas de Old Bailey.
Cuando me haga
rico, dicen las campanas de Shoreditch
—
¡Sabías el último verso!! dijo Winston.
—
Sí, lo sé, y ahora creo que es hora de que te vayas. Pero, espera, toma antes
una de estas tabletas.
O’Brien, después de darle la tableta, le
estrechó la mano con tanta fuerza que los huesos de Winston casi crujieron.
Winston se volvió al llegar a la puerta, pero ya O'Brien empezaba a eliminarlo
de sus pensamientos. Esperaba con la mano puesta en la llave que controlaba la
telepantalla. Más allá veía Winston la mesa despacho con su lámpara de pantalla
verde, el hablescribe y las bandejas de alambre cargadas de papeles. El
incidente había terminado. Dentro de treinta segundos pensó Winston — reanudaría O'Brien su interrumpido e
importante trabajo al servicio del Partido.
IX
Winston se encontraba cansadísimo, tan
cansado que le parecía estarse convirtiendo en gelatina. Pensó que su cuerpo no
sólo tenía la flojedad de la gelatina, sino su transparencia. Era como si al
levantar la mano fuera a ver la luz a través de ella. Trabajaba tanto que sólo
le quedaba una frágil estructura de nervios, huesos y piel. Todas las
sensaciones le parecían ampliadas. Su «mono» le estaba ancho, el suelo le hacía
cosquillas en los pies y hasta el simple movimiento de abrir y cerrar la mano
constituía para él un esfuerzo que le hacía sonar los huesos.
Había trabajado más de noventa horas en
cinco días, lo mismo que todos los funcionarios del Ministerio. Ahora había
terminado todo y nada tenía que hacer hasta el día siguiente por la mañana.
Podía pasar seis horas en su refugio y otras nueve en su cama. Bajo el tibio
sol de la tarde se dirigió despacio en dirección a la tienda del señor
Charrington, sin perder de vista las patrullas, pero convencido, irracionalmente,
de que aquella tarde no se cernía sobre él ningún peligro. La pesada cartera
que llevaba le golpeaba la rodilla a cada paso. Dentro llevaba el libro, que
tenía ya desde seis días antes pero que aún no había abierto. Ni siquiera lo
había mirado.
En el sexto día de la Semana del Odio,
después de los ' desfiles, discursos, gritos, cánticos, banderas, películas,
figuras de cera, estruendo de trompetas y tambores, arrastrar de pies cansados,
rechinar de tanques, zumbido de las escuadrillas aéreas, salvas de cañonazos...,
después de seis días de todo esto, cuando el gran orgasmo político llegaba a su
punto culminante y el odio general contra Eurasia era ya un delirio tan
exacerbado que si la multitud hubiera podido apoderarse de los dos mil
prisioneros de guerra eurasiáticos que habían sido ahorcados públicamente el
último día de los festejos, los habría despedazado..., en ese momento
precisamente se había anunciado que Oceanía no estaba en guerra con Eurasia.
Oceanía luchaba ahora contra Asia Oriental. Eurasia era aliada.
Desde luego, no se reconoció que se hubiera
producido ningún engañó. Sencillamente, se hizo saber del modo más repentino y
en todas partes al mismo tiempo que el enemigo no era Eurasia, sino Asia
Oriental. Winston tomaba parte en una manifestación que se celebraba en una de
las plazas centrales de Londres en el momento del cambiazo. Era de noche y todo
estaba cegadoramente iluminado con focos. En la plaza había varios millares de
personas, incluyendo mil niños de las escuelas con el uniforme de los Espías.
En una plataforma forrada de trapos rojos, un orador del Partido Interior, un
hombre delgaducho y bajito con unos brazos desproporcionadamente largos y un
cráneo grande y calvo con unos cuantos mechones sueltos atravesados sobre él,
arengaba a la multitud. La pequeña figura, retorcida de odio, se agarraba al
micrófono con una mano mientras que con la otra, enorme, al final de un brazo
huesudo, daba zarpazos amenazadores por encima de su cabeza. Su voz, que los
altavoces hacían metálica, soltaba una interminable sarta de atrocidades,
matanzas en masa, deportaciones, saqueos, violaciones, torturas de prisioneros,
bombardeos de poblaciones civiles, agresiones injustas, propaganda mentirosa y
tratados incumplidos. Era casi imposible escucharle sin convencerse primero y
luego volverse loco. A cada momento, la furia de la multitud hervía
inconteniblemente y la voz del orador era ahogada por una salvaje y bestial
gritería que brotaba incontrolablemente de millares de gargantas. Los chillidos
más salvajes eran los de los niños de las escuelas. El discurso duraba ya unos
veinte minutos cuando un mensajero subió apresuradamente a la plataforma y le
entregó a aquel hombre un papelito. Él lo desenrolló y lo leyó sin dejar de
hablar. Nada se alteró en su voz ni en su gesto, ni siquiera en el contenido de
lo que decía. Pero, de pronto, los nombres eran diferentes. Sin necesidad de
comunicárselo por palabras, una oleada de comprensión agitó a la multitud.
¡Oceanía estaba en guerra con Asia Oriental! Pero, inmediatamente, se produjo
una tremenda conmoción. Las banderas, los carteles
que decoraban la plaza estaban todos equivocados. Aquellos no eran los rostros
del enemigo. ¡Sabotaje! ¡Los agentes de Goldstein eran los culpables! Hubo una fenomenal algarabía mientras todos se
dedicaban a arrancar carteles y a romper banderas, pisoteando luego los trozos
de papel y cartón roto. Los Espías realizaron prodigios de actividad subiéndose
a los tejados para cortar las bandas de tela pintada que cruzaban la calle.
Pero a los dos o tres minutos se había terminado todo. El orador, que no había
soltado el micrófono, seguía vociferando y dando zarpazos al aire. Al minuto
siguiente, la masa volvía a gritar su odio exactamente como antes. Sólo que el
objetivo había cambiado.
Lo que más le impresionó a Winston fue que el orador dio el cambiazo
exactamente a la mitad de una frase, no sólo sin detenerse, sino sin cambiar
siquiera la construcción de la frase. Pero en aquellos momentos tenía Winston
otras cosas de qué preocuparse. Fue entonces, en medio de la gran algarabía,
cuando se le acercó un desconocido y, dándole un golpecito en un hombro, le
dijo: «Perdone, creo que se le ha caído a usted esta cartera». Winston tomó la
cartera sin hablar, como abstraído. Sabía que iban a pasar varios días sin que
pudiera abrirla. En cuanto terminó la manifestación, se fue directamente al
Ministerio de la Verdad, aunque eran ya las veintitrés. Lo mismo hizo todo el
personal del Ministerio. En verdad, las órdenes que repetían continuamente las
telepantallas ordenándoles reintegrarse a sus puestos apenas eran necesarias.
Todos sabían lo que les tocaba hacer en tales casos.
Oceanía estaba en guerra con Asia Oriental; Oceanía había estado
siempre en guerra con Asia Oriental. Una gran parte de la literatura política
de aquellos cinco años quedaba anticuada, absolutamente inservible. Documentos
e informes de todas clases, periódicos, libros, folletos de propaganda,
películas, bandas sonoras, fotografías... todo ello tenía que ser rectificado a
la velocidad del rayo. Aunque nunca se daban órdenes en estos casos, se sabía
que los jefes de departamento deseaban que dentro de una semana no quedara en
toda Oceanía ni una sola referencia a la guerra con Eurasia ni a la alianza con
Asia Oriental. El trabajo que esto suponía era aplastante. Sobre todo porque
las operaciones necesarias para realizarlo no se llamaban por sus nombres
verdaderos. En el Departamento de Registro todos trabajaban dieciocho horas de
las veinticuatro con dos turnos de tres horas cada uno para dormir. Bajaron
colchones y los pusieron por los pasillos. Las comidas se componían de
sandwiches y café de la Victoria traído en carritos por los camareros de la
cantina: Cada vez que Winston interrumpía el trabajo para uno de sus dos
descansos diarios, procuraba dejarlo todo terminado y que en su mesa no
quedaran papeles. Pero cuando volvía al cabo de tres horas, con el cuerpo
dolorido y los ojos hinchados, se encontraba con que otra lluvia de cilindros
de papel le había cubierto la mesa como una nevada, casi enterrando el
hablescribe y esparciéndose por el suelo, de modo que su primer trabajo
consistía en ordenar todo aquello para tener sitio donde moverse. Lo peor de
todo era que no se trataba de un trabajo mecánico. A veces bastaba con
sustituir un nombre por otro, pero los informes detallados de acontecimientos
exigían mucho cuidado e imaginación.
Incluso los conocimientos geográficos necesarios para trasladar la
guerra de una parte del mundo a otra eran considerables.
Al tercer día le dolían los ojos insoportablemente y tenía que
limpiarse las gafas cada cinco minutos. Era como luchar contra alguna tarea
física aplastante, algo que uno tenía derecho a negarse a realizar y que sin
embargo se hacía por una impaciencia neurótica de verlo terminado. Es curioso
que no le preocupara el hecho de que todas las palabras que iba murmurando en
el hablescribe, así como cada línea escrita con su lápiz-pluma, era una mentira
deliberada. Lo único que le angustiaba era el temor de que la falsificación no
fuera perfecta, y esto mismo les ocurría a todos sus compañeros. En la mañana
del sexto día el aluvión de cilindros de papel fue disminuyendo. Pasó media
hora sin que saliera ninguno por el tubo; luego salió otro rollo y después nada
absolutamente. Por todas partes ocurría igual. Un hondo y secreto suspiro
recorrió el Ministerio. Se acababa de realizar una hazaña que nadie podría
mencionar nunca. Era imposible ya que ningún ser humano pudiera probar
documentalmente que la guerra con Eurasia había sucedido. Inesperadamente, se
anunció que todos los trabajadores del Ministerio estaban libres hasta el día
siguiente por la mañana. Era mediodía. Winston, que llevaba todavía la cartera
con el libro, la cual había permanecido entre sus pies mientras trabajaba y debajo de
su cuerpo mientras dormía, se fue a casa, se afeitó y casi se quedó dormido en
el baño, aunque el agua estaba casi fría.
Luego, con una sensación voluptuosa, subió las escaleras de la tienda del
señor Charrington. Por supuesto, estaba cansadísimo, pero se la había pasado el
sueño. Abrió la ventana, encendió la pequeña y sucia estufa y puso a calentar
un cazo con agua. Julia llegaría en seguida., Mientras la esperaba, tenía el libro. Sentóse
en la desvencijada butaca y desprendió las correas de la cartera.
Era un pesado volumen negro, encuadernado por algún aficionado y en
cuya cubierta no había nombre ni título alguno. La impresión también era algo
irregular. Las páginas estaban muy gastadas por los bordes y el libro se abría
con mucha facilidad, como si hubiera pasado por muchas manos. La inscripción de
la portada decía:
TEORIA Y PRACTICA DEL
COLECTIVISMO
OLIGÁRQUICO
por
EMMANUEL
GOLDSTEIN
Winston empezó a leer:
CAPÍTULO
PRIMERO
La ignorancia
es la fuerza
Durante todo el tiempo de que se tiene noticia probablemente desde
fines del período neolítico — ha habido
en el mundo tres clases de personas: los Altos, los Medianos y los Bajos. Se
han subdividido de muchos modos, han llevado muy diversos nombres y su número
relativo, así como la actitud que han guardado unos hacia otros, ha variado de
época en época; pero la estructura esencial de la sociedad nunca ha cambiado.
Incluso después de enormes conmociones y de cambios que parecían irrevocables,
la misma estructura ha vuelto a imponerse, igual que un giroscopio vuelve
siempre a la posición de equilibrio por mucho que lo empujemos en un sentido o
en otro.
Los objetivos de estos tres grupos son por completo inconciliables.
Winston interrumpió la lectura, sobre todo para poder disfrutar bien
del hecho asombroso de hallarse leyendo tranquilo y seguro. Estaba solo, sin
telepantalla, sin nadie que escuchara por la cerradura, sin sentir el impulso
nervioso de mirar por encima del hombro o de cubrir la página con la mano. Un
airecillo suave le acariciaba la mejilla. De lejos venían los gritos de los
niños que jugaban. En la habitación misma no había más sonido que el débil
tictac del reloj, un ruido como de insecto. Se arrellanó más cómodamente en la butaca
y puso los pies en los hierros de la chimenea. Aquello era una bendición, era
la eternidad. De pronto, como suele hacerse cuando sabemos que un libro será
leído y releído por nosotros, sintió el deseo de «calarlo» primero. Así, lo
abrió por un sitio distinto y se encontró en el capítulo III. Siguió leyendo:
CAPITULO
III
La guerra es la
paz
La desintegración del mundo en tres grandes superestados fue un
acontecimiento que pudo haber sido previsto y que en realidad lo fue — antes de mediar el siglo XX. Al ser
absorbida Europa por Rusia y el Imperio Británico por los Estados Unidos,
habían nacido ya en esencia dos de los tres poderes ahora existentes, Eurasia y
Oceanía. El tercero, Asia Oriental, sólo surgió como unidad aparte después de
otra década de confusa lucha. Las fronteras entre los tres superestados son
arbitrarias en algunas zonas y en otras fluctúan según los altibajos de la
guerra, pero en general se atienen a líneas geográficas. Eurasia comprende toda la parte norte de la masa
terrestre europea y asiática, desde Portugal hasta el Estrecho de Behring.
Oceanía comprende las Américas, las islas del Atlántico, incluyendo a las Islas
Británicas, Australasia y África meridional. Asia Oriental, potencia más
pequeña que las otras y con una frontera occidental menos definida, abarca
China y los países que se hallan al sur de ella, las islas del Japón y una
amplia y fluctuante porción de Manchuria, Mongolia y el Tibet.
Estos tres superestados, en una combinación
o en otra, están en guerra permanente y llevan así veinticinco años. Sin
embargo, ya no es la guerra aquella lucha desesperada y aniquiladora que era en
las primeras décadas del siglo XX. Es una lucha por objetivos limitados entre
combatientes incapaces de destruirse unos a otros, sin una causa material para
luchar y que no se hallan divididos por diferencias ideológicas claras. Esto no
quiere decir que la conducta en la guerra ni la actitud hacia ella sean menos
sangrientas ni más caballerosas. Por el contrario, el histerismo bélico es
continuo y universal, y las violaciones, los saqueos, la matanza de niños, la
esclavización de poblaciones enteras y represalias contra los prisioneros hasta
el punto de quemarlos y enterrarlos vivos, se consideran normales, y cuando
esto no lo comete el enemigo sino el bando propio, se estima meritorio. Pero en
un sentido físico, la guerra afecta a muy pocas personas, la mayoría
especialistas muy bien preparados, y causa pocas bajas relativamente. Cuando
hay lucha, tiene lugar en confusas fronteras que el hombre medio apenas puede
situar en un mapa o en torno a las fortalezas flotantes que guardan los lugares
estratégicos en el mar. En los centros de civilización la guerra no significa
más que una continua escasez de víveres y alguna que otra bomba cohete que puede
causar unas veintenas de víctimas. En realidad, la guerra ha cambiado de
carácter. Con más exactitud, puede decirse que ha variado el orden de
importancia de las razones que determinaban una guerra. Se han convertido en
dominantes y son reconocidos conscientemente motivos que ya estaban latentes en
las grandes guerras de la primera mitad del siglo XX.
Para comprender la naturaleza de la guerra
actual — pues, a pesar del
reagrupamiento que ocurre cada pocos años, siempre es la misma guerra — hay que darse cuenta en primer lugar de que
esa guerra no puede ser decisiva. Ninguno de los tres superestados podría ser
conquistado definitivamente ni siquiera por los otros dos en combinación. Sus
fuerzas están demasiado bien equilibradas. Y sus defensas son demasiado
poderosas. Eurasia está protegida por sus grandes espacios terrestres, Oceanía
por la anchura del Atlántico y del Pacífico, Asia Oriental por la fecundidad y
laboriosidad de sus habitantes. Además, ya no hay nada por qué luchar. Con.
las economías autárquicas, la lucha por los mercados, que era una de las causas
principales de las guerras anteriores, ha dejado de tener, sentido, y la
competencia por las materias primas ya no es una cuestión de vida o muerte.
Cada uno de los tres superestados es tan inmenso que puede obtener casi todas
las materias que necesita dentro de sus propias fronteras. Si acaso, se propone
la guerra el dominio del trabajo. Entre las fronteras de los superestados, y
sin pertenecer de un modo permanente a ninguno de ellos, se extiende un
cuadrilátero, con sus ángulos en Tánger, Brazzaville, Darwin y Hong-Kong, que
contiene casi una quinta parte de la población de la Tierra. Las tres potencias
luchan constantemente por la posesión de estas regiones densamente pobladas,
así como por las zonas polares. En la práctica, ningún poder controla
totalmente esa área disputada. Porciones de ella están cambiando a cada momento
de manos, y lo que en realidad determina los súbitos y múltiples cambios de
alianzas es la posibilidad de apoderarse de uno u otro pedazo de tierra
mediante una inesperada traición.
Todos esos territorios disputados contienen
valiosos minerales y algunos de ellos producen ciertas cosas, como la goma, que
en los climas fríos es preciso sintetizar por métodos relativamente caros.
Pero, sobre todo, proporcionan una inagotable reserva de mano de obra muy
barata. La potencia que controle el África Ecuatorial, los países del Oriente
Medio, la India Meridional o el Archipiélago Indonesio, dispone también de
centenares de millones de trabajadores mal pagados y muy resistentes. Los
habitantes de esas regiones, reducidos más o menos abiertamente a la condición
de esclavos, pasan continuamente de un conquistador a otro y son empleados como
carbón o aceite en la carrera de armamento, armas que sirven para capturar más
territorios y ganar así más mano de obra, con lo cual se pueden tener más armas
que servirán para conquistar más territorios, y así indefinidamente. Es interesante
observar que la lucha nunca sobrepasa los límites de las zonas disputadas. Las
fronteras de Eurasia avanzan y retroceden entre la cuenca del Congo y la orilla
septentrional del Mediterráneo; las islas del Océano índico y del Pacífico son
conquistadas y reconquistadas constantemente por Oceanía y por Asia Oriental;
en Mongolia, la línea divisoria entre Eurasia y Asia Oriental nunca es estable;
en tomo al Polo Norte, las tres potencias reclaman inmensos territorios en su
mayor parte inhabitados e inexplorados; pero el equilibrio de poder no se
altera apenas con todo ello y el territorio que constituye el suelo patrio de
cada uno de los tres superestados nunca pierde su independencia. Además, la
mano de obra de los pueblos explotados alrededor del Ecuador no es
verdaderamente necesaria para la economía mundial. Nada atañe a la riqueza del
mundo, ya que todo lo que produce se dedica a fines de guerra, y el objeto de
prepararse para una guerra no es más que ponerse en situación de emprender otra
guerra. Las poblaciones esclavizadas permiten, con su trabajo, que se acelere
el ritmo de la guerra. Pero si no existiera ese refuerzo de trabajo, la
estructura de la sociedad y el proceso por el cual ésta se mantiene no
variarían en lo esencial.
La finalidad principal de la guerra moderna
(de acuerdo con los principios del doblepensar) la reconocen y, a la vez, no la
reconocen, los cerebros dirigentes del Partido Interior. Consiste en usar los
productos de las máquinas sin elevar por eso el nivel general de la vida. Hasta
fines del siglo XIX había sido un problema latente de la sociedad industrial
qué había de hacerse con el sobrante de los artículos de consumo. Ahora, aunque
son pocos los seres humanos que pueden comer lo suficiente, este problema no es
urgente y nunca podría tener caracteres graves aunque no se emplearan
procedimientos artificiales para destruir esos productos. El mundo de hoy, si
lo comparamos con el anterior a 1914, está desnudo, hambriento y lleno de
desolación; y aún más si lo comparamos con el futuro que las gentes de aquella
época esperaba. A principios del siglo XX la visión de una sociedad futura
increíblemente rica, ordenada, eficaz y con tiempo para todo — un reluciente mundo antiséptico de cristal,
acero y cemento, un mundo de nívea blancura —
era el ideal de casi todas las personas cultas. La ciencia y la
tecnología se desarrollaban a una velocidad prodigiosa y parecía natural que
este desarrollo no se interrumpiera jamás. Sin embargo, no continuó el
perfeccionamiento, en parte por el empobrecimiento causado por una larga serie
de guerras y revoluciones, y en parte porque el progreso científico y técnico
se basaba en un hábito empírico de pensamiento que no podía existir en una
sociedad estrictamente reglamentada. En conjunto, el mundo es hoy más primitivo
que hace cincuenta años. Algunas zonas secundarias han progresado y se han
realizado algunos perfeccionamientos, ligados siempre a la guerra y al
espionaje policíaco, pero los experimentos científicos y los inventos no han
seguido su curso y los destrozos causados por la guerra atómica de los años
cincuenta y tantos nunca llegaron a ser reparados. No obstante, perduran los
peligros del maquinismo. Cuando aparecieron las grandes máquinas, se pensó,
lógicamente, que cada vez haría menos falta la servidumbre del trabajo y que
esto contribuiría en gran medida a suprimir las desigualdades en la condición
humana. Si las máquinas eran empleadas deliberadamente con esa finalidad,
entonces el hambre, la suciedad, el analfabetismo, las enfermedades y el
cansancio serían necesariamente eliminados al cabo de unas cuantas
generaciones. Y, en realidad, sin ser empleada con esa finalidad, sino sólo por
un proceso automático — produciendo
riqueza que no había más remedio que distribuir, — elevó efectivamente la máquina el nivel de vida de las gentes que
vivían a mediados de siglo. Estas gentes vivían muchísimo mejor que las de
fines del siglo XIX.
Pero también resultó claro que un aumento
de bienestar tan extraordinario amenazaba con la destrucción — era ya, en sí mismo, la destrucción — de una sociedad jerárquica. En un mundo en
que todos trabajaran pocas horas, tuvieran bastante que comer, vivieran en
casas cómodas e higiénicas, con cuarto de baño, calefacción y refrigeraci6n, y
poseyera cada uno un auto o quizás un aeroplano, habría desaparecido la forma
más obvia e hiriente de desigualdad. Si la riqueza llegaba a generalizarse, no
serviría para distinguir a nadie. Sin duda, era posible imaginarse una sociedad
en que la riqueza, en el sentido de posesiones y lujos personales, fuera
equitativamente distribuida mientras que el poder
siguiera en manos de
una minoría, de una pequeña casta privilegiada. Pero, en la práctica, semejante
sociedad no podría conservarse estable, porque si todos disfrutasen por igual
del lujo y del ocio, la gran masa de seres humanos, a quienes la pobreza suele
imbecilizar, aprenderían muchas cosas y empezarían a pensar por sí mismos; y si
empezaran a reflexionar, se darían cuenta más pronto o más tarde que la minoría
privilegiada no tenía derecho alguno a imponerse a los demás y acabarían
barriéndoles. A la larga, una sociedad jerárquica sólo sería posible basándose
en la pobreza y en la ignorancia. Regresar al pasado agrícola — como querían algunos pensadores de
principios de este siglo — no era una
solución práctica, puesto que estaría en contra de la tendencia a la
mecanización, que se había hecho casi instintiva en el mundo entero, y, además,
cualquier país que permaneciera atrasado industrialmente sería inútil en un
sentido militar y caería antes o después bajo el dominio de un enemigo bien
armado.
Tampoco era una buena solución mantener la
pobreza de las masas restringiendo la producción. Esto se practicó en gran
medida entre 1920 y 1940. Muchos países dejaron que su economía se anquilosara.
No se renovaba el material indispensable para la buena marcha de las
industrias, quedaban sin cultivar las tierras, y grandes masas de población, sin tener en qué trabajar, vivían de la caridad
del Estado. Pero también esto implicaba una debilidad militar, y como las
privaciones que infligía eran innecesarias, despertaba inevitablemente una gran
oposición. El problema era mantener en marcha las ruedas de la industria sin
aumentar la riqueza real del mundo. Los bienes habían de ser producidos, pero
no distribuidos. Y, en la práctica, la única manera de lograr esto era la
guerra continua.
El acto esencial de la guerra es la destrucción, no forzosamente de
vidas humanas, sino de los productos del trabajo. La guerra es una manera de
pulverizar o de hundir en el fondo del mar los materiales que en la paz
constante podrían emplearse para que las masas gozaran de excesiva comodidad y,
con ello, se hicieran a la larga demasiado inteligentes. Aunque las armas no se
destruyeran, su fabricación no deja de ser un método conveniente de gastar
trabajo sin producir nada que pueda ser consumido. En una fortaleza flotante,
por ejemplo, se emplea el trabajo que hubieran dado varios centenares de barcos
de carga. Cuando se queda anticuada, y sin haber producido ningún beneficio
material para nadie, se construye una nueva fortaleza flotante mediante un
enorme acopio de mano de obra. En principio, el esfuerzo de guerra se planea
para consumir todo lo que sobre después de haber cubierto unas mínimas
necesidades de la población. Este mínimo se calcula siempre en mucho menos de
lo necesario, de manera que hay una escasez crónica de casi todos los artículos
necesarios para la vida, lo cual se considera como una ventaja. Constituye una
táctica deliberada mantener incluso a los grupos favorecidos al borde de la
escasez, porque un estado general de escasez aumenta la importancia de los
pequeños privilegios y hace que la distinción entre un grupo y otro resulte más
evidente. En comparación con el nivel de vida de principios del siglo XX,
incluso los miembros del Partido Interior llevan una vida austera y laboriosa.
Sin embargo, los pocos lujos que disfrutan
— un buen piso, mejores telas, buena calidad del alimento, bebidas y
tabaco, dos o tres criados, un auto o un autogiro privado — los colocan en un mundo diferente del de los
miembros del Partido Exterior, y estos últimos poseen una ventaja similar en
comparación con las masas sumergidas, a las que llamamos «los proles». La
atmósfera social es la de una ciudad sitiada, donde la posesión de un trozo de
carne de caballo establece la diferencia entre la riqueza y la pobreza. Y, al
mismo tiempo, la idea de que se está en guerra, y por tanto en peligro, hace
que la entrega de todo el poder a una reducida casta parezca la condición
natural e inevitable para sobrevivir.
Se verá que la guerra no sólo realiza la necesaria distinción, sino
que la efectúa de un modo aceptable psicológicamente. En principio, sería muy
sencillo derrochar el trabajo sobrante construyendo templos y pirámides,
abriendo zanjas y volviéndolas a llenar o incluso produciendo inmensas
cantidades de bienes y prendiéndoles fuego. Pero esto sólo daría la base
económica y no la emotiva para una sociedad jerarquizada. Lo que interesa no es
la moral de las masas, cuya actitud no importa mientras se hallen absorbidas
por su trabajo, sino la moral del Partido mismo. Se espera que hasta el más
humilde de los miembros del Partido sea competente, laborioso e incluso
inteligente — siempre dentro de límites
reducidos, claro está, — pero siempre
es preciso que sea un fanático ignorante y crédulo en el que prevalezca el
miedo, el odio, la adulación y una continua sensación orgiástica de triunfo. En
otras palabras, es necesario que ese hombre posea la mentalidad típica de la guerra.
No importa que haya o no haya guerra y, ya que no es posible una victoria
decisiva, tampoco importa si la guerra va bien o mal. Lo único preciso es que
exista un estado de guerra. La desintegración de la inteligencia especial que
el Partido necesita de sus miembros, y que se logra mucho mejor en una
atmósfera de guerra, es ya casi universal, pero se nota con más relieve a
medida que subimos en la escala jerárquica. Precisamente es en el Partido
Interior donde la histeria bélica y el odio al enemigo son más intensos. Para
ejercer bien sus funciones administrativas, se ve obligado con frecuencia el
miembro del Partido Interior a saber que esta o aquella noticia de guerra es
falsa y puede saber muchas veces que una pretendida guerra o no existe o se está
realizando con fines completamente distintos a los declarados. Pero ese
conocimiento queda neutralizado fácilmente mediante la técnica del doblepensar.
De modo que ningún miembro del Partido Interior vacila ni un solo instante en
su creencia mística de que la guerra es una realidad y que terminará
victoriosamente con el dominio indiscutible de Oceanía sobre el mundo entero.
Todos los miembros del Partido Interior creen — en esta futura victoria total como en un
artículo de fe. Se conseguirá, o bien paulatinamente mediante la adquisición de
más territorios sobre los que se basará una aplastante preponderancia, o bien
por el descubrimiento de algún arma secreta. Continúa sin cesar la búsqueda de
nuevas armas, y ésta es una de las poquísimas actividades en que todavía pueden
encontrar salida la inventiva y las investigaciones científicas. En la Oceanía
de hoy la ciencia — en su antiguo
sentido — ha dejado casi de existir. En
neolengua no hay palabra para ciencia.
El método empírico de pensamiento, en el cual se basaron todos los adelantos
científicos del pasado, es opuesto a los principios fundamentales de Ingsoc. E
incluso el progreso técnico sólo existe cuando sus productos pueden ser
empleados para disminuir la libertad humana.
Las dos finalidades del Partido son
conquistar toda la superficie de la Tierra y extinguir de una vez para siempre
la posibilidad de toda libertad del pensamiento. Hay, por tanto, dos grandes
problemas que ha de resolver el Partido. Uno es el de descubrir, contra la
voluntad del interesado, lo que está pensando determinado ser humano, y el otro
es cómo suprimir, en pocos segundos y sin previo aviso, a varios centenares de
millones de personas. Éste es el principal objetivo de las investigaciones
científicas. El hombre de ciencia actual es una mezcla de psicólogo y policía
que estudia con extraordinaria minuciosidad el significado de las expresiones
faciales, gestos y tonos de voz, los efectos de las drogas que obligan a decir
la verdad, la terapéutica del shock, del hipnotismo y de la tortura física; y si
es un químico, un físico o un biólogo, sólo se preocupará por aquellas ramas
que dentro de su especialidad sirvan para matar. En los grandes laboratorios
del Ministerio de la Paz, en las estaciones experimentales ocultas en las selvas
brasileñas, en el desierto australiano o en las islas perdidas del Antártico,
trabajan incansablemente los equipos técnicos. Unos se dedican sólo a planear
la logística de las guerras futuras; otros, a idear bombas cohete cada vez
mayores, explosivos cada vez más poderosos y corazas cada vez más
impenetrables; otros buscan gases más mortíferos o venenos que puedan ser
producidos en cantidades tan inmensas que destruyan la vegetación de todo un
continente, o cultivan gérmenes inmunizados contra todos los posibles
antibióticos; otros se esfuerzan por producir un vehículo que se abra paso por
la tierra como un submarino bajo el agua, o un aeroplano tan independiente de
su base como un barco en el mar, otros exploran posibilidades aún más remotas,
como la de concentrar los rayos del sol mediante gigantescas lentes suspendidas
en el espacio a miles de kilómetros, o producir terremotos artificiales
utilizando el calor del centro de la Tierra.
Pero ninguno de estos proyectos se aproxima
nunca a su realización, y ninguno de los tres superestados adelanta a los otros
dos de un modo definitivo. Lo más notable es que las tres potencias tienen ya,
con la bomba atómica, un arma mucho más poderosa que cualquiera de las que
ahora tratan de convertir en realidad. Aunque el Partido, según su costumbre,
quiere atribuirse el invento, las bombas atómicas aparecieron por primera vez a
principios de los años cuarenta y tantos de este siglo y fueron usadas en gran
escala unos diez años después. En aquella época cayeron unos centenares de
bombas en los centros industriales, principalmente de la Rusia Europea, Europa
Occidental y Norteamérica. El objeto perseguido era convencer a los gobernantes
de todos los países que unas cuantas bombas más terminarían con la sociedad
organizada y por tanto con su poder. A partir de entonces, y aunque no se llegó
a ningún acuerdo formal, no se arrojaron más bombas atómicas. Las potencias
actuales siguen produciendo bombas atómicas y almacenándolas en espera de la
oportunidad decisiva que todos creen llegará algún día. Mientras tanto, el arte
de la guerra ha permanecido estacionado durante treinta o cuarenta años. Los
autogiros se usan más que antes, los aviones de bombardeo han sido sustituidos
en gran parte por los proyectiles autoimpulsados y el frágil tipo de barco de
guerra fue reemplazado por las fortalezas flotantes, casi imposibles de hundir.
Pero, aparte de ello, apenas ha habido adelantos bélicos. Se siguen usando el
tanque, el submarino, el torpedo, la ametralladora e incluso el rifle y la granada
de mano. Y, a pesar de las interminables matanzas comunicadas por la Prensa y
las telepantallas, las desesperadas batallas de las guerras anteriores — en las cuales morían en pocas semanas
centenares de miles e incluso millones de hombres — no han vuelto a repetirse.
Ninguno de los tres superestados intenta
nunca una maniobra que suponga el riesgo de una seria derrota. Cuando se lleva
a cabo una operación de grandes proporciones, suele tratarse de un ataque por
sorpresa contra un aliado. La estrategia que siguen los tres superestados — o que pretenden seguir — es la misma. Su plan es adquirir, mediante
una combinación, un anillo de bases que rodee completamente a uno de los
estados rivales para firmar luego un pacto de amistad con ese rival y seguir en
relaciones pacíficas con él durante el tiempo que sea preciso para que se
confíen. En este tiempo, se almacenan bombas atómicas en los sitios
estratégicos. Esas bombas, cargadas en los cohetes, serán disparadas algún día
simultáneamente, con efectos tan devastadores que no habrá posibilidad de
respuesta. Entonces se firmará un pacto de amistad con la otra potencia, en
preparación de un nuevo ataque. No es preciso advertir que este plan es un
ensueño de imposible realización. Nunca hay verdadera lucha a no ser en las
zonas disputadas en el Ecuador y en los Polos: no hay invasiones del territorio
enemigo. Lo cual explica que en algunos sitios sean arbitrarias las fronteras
entre los superestados. Por ejemplo, Eurasia podría conquistar fácilmente las
Islas Británicas, que forman parte, geográficamente, de Europa, y también sería
posible para Oceanía avanzar sus fronteras hasta el Rin e incluso hasta el
Vístula. Pero esto violaría el principio
— seguido por todos los bandos, aunque nunca formulado — de la integridad cultural. Así, si Oceanía
conquistara las áreas que antes se conocían con los nombres de Francia y
Alemania, sería necesario exterminar a todos sus habitantes — tarea de gran dificultad física o
asimilarse una población de un centenar de millones de personas que, en lo
técnico, están a la misma altura que los oceánicos. El problema es el mismo
para todos los superestados, siendo absolutamente imprescindible que su
estructura no entre en contacto con extranjeros, excepto en reducidas
proporciones con prisioneros de guerra y esclavos de color. Incluso el aliado
oficial del momento es considerado con mucha suspicacia. El ciudadano medio de
Oceanía nunca ve a un ciudadano de Eurasia ni de Asia Oriental — aparte
de los prisioneros
— y se le prohíbe que aprenda lenguas
extranjeras. Si se le permitiera entrar en relación con extranjeros,
descubriría que son criaturas iguales a él en lo
esencial y que casi
todo lo que se le ha dicho sobre ellos es una sarta de mentiras. Se rompería
así el mundo cerrado en que vive y quizá desaparecieran él miedo, el odio y la
rigidez fanática en que se basa su moral. Se admite, por tanto, en los tres
Estados que por mucho que cambien de manos Persia, Egipto, Java o Ceilán, las
fronteras principales nunca podrán ser cruzadas más que por las bombas.
Bajo todo esto hallamos un hecho al que
nunca se alude, pero admitido tácitamente y sobre el que se basa toda conducta
oficial, a saber: que las condiciones de vida de los tres superestados son casi
las mismas. En Oceanía prevalece la ideología llamada Ingsoc, en Eurasia el
neobolchevismo y en Asia Oriental lo que se conoce por un nombre chino que
suele traducirse por «adoración de la muerte», pero que quizá quedaría mejor
expresado como «desaparición del yo». Al ciudadano de Oceanía no se le permite
saber nada de las otras dos ideologías, pero se le enseña a condenarlas como
bárbaros insultos contra la moralidad y el sentido común. La verdad es que
apenas pueden distinguirse las tres ideologías, y los sistemas sociales que
ellas soportan son los mismos. En los tres existe la misma estructura
piramidal, idéntica adoración a un jefe semidivino, la misma economía orientada
hacia una guerra continua. De ahí que no sólo no puedan conquistarse mutuamente
los tres superestados, sino que no tendrían ventaja alguna si lo consiguieran.
Por el contrario, se ayudan mutuamente manteniéndose en pugna. Y los grupos
dirigentes de las tres Potencias saben y no saben, a la
vez, lo que están
haciendo. Dedican sus vidas a la conquista del mundo, pero están convencidos al
mismo tiempo de que es absolutamente necesario que la guerra continúe
eternamente sin ninguna victoria definitiva. Mientras tanto, el hecho de que no
hay peligro de conquista hace posible la denegación sistemática de la realidad,
que es la característica principal del Ingsoc y de sus sistemas rivales. Y aquí
hemos de repetir que, al hacerse continua, la guerra ha cambiado
fundamentalmente de carácter.
En tiempos pasados, una guerra, casi por
definición, era algo que más pronto o más tarde tenía un final; generalmente,
una clara victoria o una derrota indiscutible. Además, en el pasado, la guerra
era uno de los principales instrumentos con que se mantenían las sociedades
humanas en contacto con la realidad física. Todos los gobernantes de todas las
épocas intentaron imponer un falso concepto del mundo a sus súbditos, pero no
podían fomentar ilusiones que perjudicasen la eficacia militar. Como quiera que
la derrota significaba la pérdida de la independencia o cualquier otro
resultado indeseable, habían de tomar serias precauciones para evitar la
derrota. Estos hechos no podían ser ignorados. Aun admitiendo que en filosofía,
en ciencia, en ética o en política dos y dos pudieran ser cinco, cuando se
fabricaba un cañón o un aeroplano tenían que ser cuatro. Las naciones mal
preparadas acababan siempre siendo conquistadas, y la lucha por una mayor
eficacia no admitía ilusiones. Además, para ser eficaces había que aprender del
pasado, lo cual suponía estar bien enterado de lo ocurrido en épocas anteriores.
Los periódicos y los libros de historia eran parciales, naturalmente, pero
habría sido imposible una falsificación como la que hoy se realiza. La guerra
era una garantía de cordura. Y respecto a las clases gobernantes, era el freno
más seguro. Nadie podía ser, desde el poder, absolutamente irresponsable desde
el momento en que una guerra cualquiera podía ser ganada o perdida.
Pero cuando una guerra se hace continua,
deja de ser peligrosa porque desaparece toda necesidad militar. El progreso
técnico puede cesar y los hechos más palpables pueden ser negados o
descartados como cosas sin importancia. Lo único eficaz en Oceanía es la
Policía del Pensamiento. Como cada uno de los tres superestados es
inconquistable, cada uno de ellos es, por tanto, un mundo separado dentro del
cual puede ser practicada con toda tranquilidad cualquier perversión mental. La
realidad sólo ejerce su presión sobre las necesidades de la vida cotidiana: la
necesidad de comer y de beber, de vestirse y tener un techo, de no beber venenos
ni caerse de las ventanas, etc... Entre la vida y la muerte, y entre el placer
físico y el dolor físico, sigue habiendo una distinción, pero eso es todo.
Cortados todos los contactos con el mundo exterior y con
el pasado, el ciudadano de Oceanía es como un hombre en el espacio
interestelar, que no tiene manera de saber por dónde se va hacia arriba y por
dónde hacia abajo. Los gobernantes de un Estado como éste son absolutos como
pudieran serlo los faraones o los césares. Se ven obligados a evitar que sus
gentes se mueran de hambre en cantidades excesivas, y han de mantenerse al
mismo nivel de baja técnica militar que sus rivales. Pero, una vez conseguido
ese mínimo, pueden retorcer y deformar la realidad dándole la forma que se les
antoje.
Por tanto, la guerra de ahora, comparada con las antiguas, es una
impostura. Se podría comparar esto a las luchas entre ciertos rumiantes cuyos
cuernos están colocados de tal manera que no pueden herirse. Pero aunque es una
impostura, no deja de tener sentido. Sirve para consumir el sobrante de bienes
y ayuda a conservarla atmósfera mental imprescindible para una sociedad
jerarquizada. Como se ve, la guerra es ya sólo un asunto de política interna.
En el pasado, los grupos dirigentes de todos los países, aunque reconocieran
sus propios intereses e incluso los de sus enemigos y gritaran en lo posible la
destructividad de la guerra, en definitiva luchaban unos contra otros y el
vencedor aplastaba al vencido. En nuestros días río luchan unos contra otros,
sino cada grupo dirigente contra sus propios súbditos, y el objeto de la guerra
no es conquistar territorio ni defenderlo, sino mantener intacta la estructura
de la sociedad. Por lo tanto, la palabra guerra se ha hecho equívoca. Quizá
sería acertado decir que la guerra, al hacerse continua, ha dejado de existir.
La presión que ejercía sobre los seres humanos entre la Edad neolítica y
principios del siglo XX ha desaparecido, siendo sustituida por algo
completamente distinto. El efecto sería muy parecido si los tres superestados,
en vez de pelear cada uno con los otros, llegaran al acuerdo — respetándolo — de vivir en paz perpetua sin traspasar cada uno las fronteras del
otro. En ese caso, cada uno de ellos seguiría siendo un mundo cerrado libre de
la angustiosa influenció del peligro externo. Una paz que fuera de verdad
permanente sería lo mismo que una guerra permanente. Éste es el sentido
verdadero (aunque la mayoría de los miembros del Partido lo entienden sólo de
un modo superficial) de la consigna del Partido: la guerra es la paz.
Winston dejó de leer un momento. A una gran distancia había estallado
una bomba. La inefable sensación de estar leyendo el libro prohibido, en una
habitación sin telepantalla, seguía llenándolo de satisfacción. La soledad y la
seguridad eran sensaciones físicas, mezcladas por el cansancio de su cuerpo, la
suavidad de la alfombra, la caricia de la débil brisa que entraba por la
ventana... El libro le fascinaba o, más exactamente, lo tranquilizaba. En
cierto sentido, no le enseñaba nada nuevo, pero esto era una parte de su
encanto. Decía lo que el propio Winston podía haber dicho, si le hubiera sido
posible ordenar sus propios pensamientos y darles una clara expresión. Este
libro era el producto de una mente semejante a la suya, pero mucho más poderosa,
más sistemática y libre de temores. Pensó Winston que los mejores libros son
los que nos dicen lo que ya sabemos. Había vuelto al capítulo 1 cuando oyó los
pasos de Julia en la escalera. Se levantó del sillón para salirle al encuentro.
Julia entró en ese momento, tiró su bolsa al suelo y se lanzó a los brazos de
él. Hacía más de una semana que no se habían visto.
— Tengo el libro
— dijo Winston en cuanto se apartaron.
— ¿Ah, sí? Muy bien — dijo ella sin gran interés y casi
inmediatamente se arrodilló junto a la estufa para hacer café.
No volvieron a hablar del libro hasta después de media hora de estar
en la cama. La tarde era bastante fresca para que mereciera la pena cerrar la
ventana. De abajo llegaban las habituales canciones y el ruido de botas sobre
el empedrado. La mujer de los brazos rojizos parecía no moverse del patio. A
todas horas del día estaba lavando y tendiendo ropa. Julia tenía sueño, Winston
volvió a coger el libro, que estaba en el suelo, y se sentó apoyando la espalda
en la cabecera de la cama.
— Tenemos que leerlo elijo.
— Y tú también. Todos los miembros de
la Hermandad deben leerlo.
— Léelo tú — dijo Julia con los ojos cerrados. — Léelo en voz alta. Así es mejor. Y me puedes
explicar los puntos difíciles.
El viejo reloj marcaba las seis, o sea, las dieciocho. Disponían de
tres o cuatro horas más. Winston se puso el libro abierto sobre las rodillas en
ángulo y empezó a leer:
CAPITULO
PRIMERO
La ignorancia
es la fuerza
»Durante todo el tiempo de que se tiene
noticia, probablemente desde fines del período neolítico, ha habido en el mundo
tres clases de personas: los Altos, los Medianos y los Bajos. Se han
subdividido de muchos modos, han llevado muy diversos nombres y su número
relativo, así como la actitud que han guardado unos hacia otros, han variado de
época en época; pero la estructura esencial de la sociedad nunca ha cambiado.
Incluso después de enormes conmociones y de cambios que parecían irrevocables,
la misma estructura ha vuelto a imponerse, igual que un giroscopio vuelve
siempre a la posición de equilibrio por mucho que lo empujemos en un sentido o
en otro.
—
Julia, ¿estás despierta? — dijo
Winston.
—
Sí, amor mío, te escucho. Sigue. Es maravilloso.
Winston continuó leyendo:
Los fines de estos tres grupos son
inconciliables. Los Altos quieren quedarse donde están. Los Medianos tratan de
arrebatarles sus puestos a los Altos. La finalidad de los Bajos, cuando la
tienen — porque su principal
característica es hallarse aplastados por las exigencias de la vida cotidiana,
— consiste en abolir todas las distinciones y crear una sociedad en que todos los hombres sean
iguales. Así, vuelve a presentarse continuamente la misma lucha social. Durante
largos períodos, parece que los Altos se encuentran muy seguros en su poder,
pero siempre llega un momento en que pierden la confianza en sí mismos o se
debilita su capacidad para gobernar, o ambas cosas a la vez. Entonces son
derrotados por los Medianos, que llevan junto a ellos a los Bajos porque les
han asegurado que ellos representan la libertad y la justicia. En cuanto logran
sus objetivos, los Medianos abandonan a los Bajos y los relegan a su antigua
posición de servidumbre, convirtiéndose ellos en los Altos. Entonces, un grupo
de los Medianos se separa de los demás y empiezan a luchar entre ellos. De los
tres grupos, solamente los Bajos no logran sus objetivos ni siquiera
transitoriamente. Sería exagerado afirmar que en toda la Historia no ha habido
progreso material. Aun hoy, en un período de decadencia, el ser humano se
encuentra mejor que hace unos cuantos siglos. Pero ninguna reforma ni
revolución alguna han conseguido acercarse ni un milímetro a la igualdad
humana. Desde el punto de vista de los Bajos, ningún cambio histórico ha significado
mucho más que un cambio en el nombre de sus amos.
A fines del siglo XIX eran muchos los que habían visto claro este juego.
De ahí que surgieran escuelas del pensamiento que interpretaban la Historia
como un proceso cíclico y aseguraban que la desigualdad era la ley inalterable
de la vida humana. Desde luego, esta doctrina ha tenido siempre sus
partidarios, pero se había introducido un cambio significativo. En el pasado,
la necesidad de una forma jerárquica de la sociedad había sido la doctrina privativa
de los Altos. Fue defendida por reyes, aristócratas, jurisconsultos, etc. Los
Medianos, mientras luchaban por el poder, utilizaban términos como «libertad»,
«justicia» y «fraternidad». Sin embargo, el concepto de la fraternidad humana
empezó a ser atacado por individuos que todavía no estaban en el Poder, pero
que esperaban estarlo pronto. En el pasado, los Medianos hicieron revoluciones
bajo la bandera de la igualdad, pero se limitaron a imponer una nueva tiranía
apenas desaparecida la anterior. En cambio, los nuevos grupos de Medianos
proclamaron de antemano su tiranía. El socialismo, teoría que apareció a
principios del siglo XIX y que fue el
último eslabón de una cadena que se extendía hasta las rebeliones de esclavos
en la Antigüedad, seguía profundamente infestado por las viejas utopías. Pero a
cada variante de socialismo aparecida a partir de 1900 se abandonaba más
abiertamente la pretensión de establecer la libertad y la igualdad. Los nuevos
movimientos que surgieron a mediados del siglo, Ingsoc en Oceanía,
neobolchevismo en Eurasia y adoración de la muerte en Asia oriental, tenían
como finalidad consciente la perpetuación de la falta de libertad y de la
desigualdad social. Estos nuevos movimientos, claro está, nacieron de los
antiguos y tendieron a conservar sus nombres y aparentaron respetar sus
ideologías. Pero el propósito de todos ellos era sólo detener el progreso e
inmovilizar a la Historia en un momento dado. El movimiento de péndulo iba a
ocurrir una vez más y luego a detenerse. Como de costumbre, los Altos serían
desplazados por los Medianos, que entonces se convertirían a su vez en Altos,
pero esta vez, por una estrategia consciente, estos últimos Altos conservarían
su posición permanentemente.
Las nuevas doctrinas surgieron en parte a
causa de la acumulación de conocimientos históricos y del aumento del sentido
histórico, que apenas había existido antes del siglo XIX. Se entendía ya el movimiento cíclico de la Historia, o parecía
entenderse; y al ser comprendido podía ser también alterado. Pero la causa
principal y subyacente era que ya a principios del siglo XX era técnicamente posible la igualdad humana. Seguía
siendo cierto que los hombres no eran iguales en sus facultades innatas y que las
funciones habían de especializarse de modo que favorecían inevitablemente a
unos individuos sobre otros; pero ya no eran precisas las diferencias de clase
ni las grandes diferencias de riqueza. Antiguamente, las diferencias de clase
no sólo habían sido inevitables, sino deseables. La desigualdad era el precio
de la civilización. Sin embargo, el desarrollo del maquinismo iba a cambiar
esto. Aunque fuera aún necesario que los seres humanos realizaran diferentes
clases de trabajo, ya no era preciso que vivieran en diferentes niveles
sociales o económicos. Por tanto, desde el punto de vista de los nuevos grupos
que estaban a punto de apoderarse del mando, no era ya la igualdad humana un
ideal por el que convenía luchar, sino un peligro que había de ser evitado. En
épocas más antiguas, cuando una sociedad justa y pacífica no era posible,
resultaba muy fácil creer en ella. La idea de un paraíso terrenal en el que los
hombres vivirían como hermanos, sin leyes y sin trabajo agotador, estuvo
obsesionando a muchas imaginaciones durante miles de años. Y esta visión tuvo
una cierta importancia incluso entre los grupos que de hecho se aprovecharon de
cada cambio histórico. Los herederos de la Revolución francesa, inglesa y
americana habían creído parcialmente en sus frases sobre los derechos humanos,
libertad de expresión, igualdad ante la ley y demás, e incluso se dejaron
influir en su conducta por algunas de ellas hasta cierto punto. Pero hacia la
década cuarta del siglo XX
todas las corrientes
de pensamiento, político eran autoritarias. Pero ese paraíso terrenal quedó
desacreditado precisamente cuando podía haber sido realizado, y en el segundo
cuarto del siglo XX volvieron a ponerse en práctica
procedimientos que ya no se usaban desde hacía siglos: encarcelamiento sin
proceso, empleo de los prisioneros de guerra como esclavos, ejecuciones
públicas, tortura para extraer confesiones, uso de rehenes y deportación de
poblaciones en masa. Todo esto se hizo habitual y fue defendido por individuos
considerados como inteligentes y avanzados. Los nuevos sistemas políticos se
basaban en la jerarquía y la regimentación.
Después de una década de guerras
nacionales, guerras civiles, revoluciones y contrarrevoluciones en todas partes
del mundo, surgieron el Ingsoc y sus rivales cómo teorías políticas
inconmovibles. Pero ya las habían anunciado los varios sistemas, generalmente
llamados totalitarios, que aparecieron durante el segundo cuarto de siglo y se
veía claramente el perfil que había de tener el mundo futuro. La nueva aristocracia
estaba formada en su mayoría por burócratas, hombres de ciencia, técnicos,
organizadores sindicales, especialistas en propaganda, sociólogos, educadores,
periodistas y políticos profesionales. Esta gente, cuyo origen estaba en la
clase media asalariada y en la capa superior de la clase obrera, había sido
formada y agrupada por el mundo inhóspito de la industria monopolizada y el
gobierno centralizado. Comparados con los miembros de las clases dirigentes en
el pasado, esos hombres eran menos avariciosos, les tentaba menos el lujo y más
el placer de mandar, y, sobre todo, tenían más conciencia de lo que estaban
haciendo y se dedicaban con mayor intensidad a aplastar a la oposición. Esta
última diferencia era esencial. Comparadas con la que hoy existe, todas las
tiranías del pasado fueron débiles e ineficaces. Los grupos gobernantes se
hallaban contagiados siempre en cierta medida por las ideas liberales y no les
importaba dejar cabos sueltos por todas partes. Sólo se preocupaban por los
actos realizados y no se interesaban por lo que los súbditos pudieran pensar.
En parte, esto se debe a que en el pasado ningún Estado tenía el poder
necesario para someter a todos sus ciudadanos a una vigilancia constante. Sin
embargo, el invento de la imprenta facilitó mucho el manejo de la opinión
pública, y el cine y la radio contribuyeron en gran escala a acentuar este
proceso. Con el desarrollo de la televisión y el adelanto técnico que hizo
posible recibir y transmitir simultáneamente en el mismo aparato, terminó la vida
privada. Todos los ciudadanos, o por lo menos todos aquellos ciudadanos que
poseían la suficiente importancia para que mereciese la pena vigilarlos, podían
ser tenidos durante las veinticuatro horas del día bajo la constante
observación de la policía y rodeados sin cesar por la propaganda oficial,
mientras que se les cortaba toda comunicación con el mundo exterior.
Por primera vez en la Historia existía la
posibilidad de forzar a los gobernados, no sólo a una completa obediencia a la
voluntad del Estado, sino a la completa uniformidad de opinión.
Después del período revolucionario entre
los años cincuenta y tantos y setenta, la sociedad volvió a agruparse como
siempre, en Altos, Medios y Bajos. Pero el nuevo grupo de Altos, a diferencia
de sus predecesores, no actuaba ya por instinto, sino que sabía lo que
necesitaba hacer para salvaguardar su posición. Los privilegiados se habían
dado cuenta desde hacía bastante tiempo de que la base más segura para la
oligarquía es el colectivismo. La riqueza y los privilegios se defienden más
fácilmente cuando se poseen conjuntamente. La llamada «abolición de la
propiedad privada», que ocurrió a mediados de esté siglo, quería decir que la
propiedad iba a concentrarse en un número mucho menor de manos que
anteriormente, pero con esta diferencia: que los nuevos dueños constituirían un
grupo en vez de una masa de individuos. Individualmente, ningún miembro del
Partido posee nada, excepto insignificantes objetos de uso personal.
Colectivamente, el Partido es el dueño de todo lo que hay en Oceanía, porque lo
controla todo y dispone de los productos como mejor se le antoja. En los años
que siguieron a la Revolución pudo ese grupo tomar el mando sin encontrar
apenas oposición porque todo el proceso fue presentado como un acto de colectivización.
Siempre se había dado por cierto que si la clase capitalista era expropiada, el
socialismo se impondría, y era un hecho que los capitalistas habían sido
expropiados. Las fábricas, las minas, las tierras, las casas, los medios de
transporte, todo se les había quitado, y como todo ello dejaba de ser propiedad
privada, era evidente que pasaba a ser propiedad pública. El Ingsoc, procedente
del antiguo socialismo y que había heredado su fraseología, realizó los
principios fundamentales de ese socialismo, con el resultado, previste y
deseado, de que la desigualdad económica se hizo permanente.
Pero los problemas que plantea la
perpetuación de una sociedad jerarquizada son mucho más complicados. Sólo hay
cuatro medios de que un grupo dirigente sea derribado del Poder. O es vencido
desde fuera, o gobierna tan ineficazmente que las masas se le rebelan, o
permite la formación de un grupo medio que lo pueda desplazar, o pierde la
confianza en sí mismo y la voluntad de mando. Estas causas no operan sueltas, y
por lo general se presentan las cuatro combinadas en cierta medida. El factor
que decide en última instancia es la actitud mental de la propia clase
gobernante.
Después de mediados del siglo XX, el primer
peligro había desaparecido. No había posibilidad de una derrota infligida por
una potencia enemiga. Cada uno de los tres superestados en que ahora se divide
el mundo es inconquistable, y sólo podría llegar a ser conquistado por lentos
cambios demográficos, que un Gobierno con amplios poderes puede evitar muy
fácilmente. El segundo peligro es sólo teórico. Las masas nunca se levantan por
su propio impulso y nunca lo harán por la sola razón de que están oprimidas.
Las crisis económicas del pasado fueron absolutamente innecesarias y ahora no
se tolera que ocurran, pero de todos modos ninguna razón de descontento podrá
tener ahora resultados políticos, ya que no hay modo de que el descontento se
articule. En cuanto al problema de la superproducción, que ha estado latente en
nuestra sociedad desde el desarrollo del maquinismo, queda resuelto por el
recurso de la guerra continua (véase el capítulo III), que es también necesaria
para mantener la moral pública a un elevado nivel. Por tanto, desde el punto de
vista de nuestros actuales gobernantes, los únicos peligros auténticos son la
aparición de un nuevo grupo de personas muy capacitadas y ávidas de poder o el
crecimiento del espíritu liberal y del escepticismo en las propias filas
gubernamentales. O sea, todo se reduce a un problema de educación, a moldear continuamente
la mentalidad del grupo dirigente y del que se halla: inmediatamente debajo de
él. En cambio, la conciencia de las masas sólo ha de ser influida de un modo
negativo.
Con este fondo se puede deducir la
estructura general de la sociedad de Oceanía. En el vértice de la pirámide está
el Gran Hermano. Éste es infalible y todopoderoso. Todo triunfo, todo
descubrimiento científico, toda sabiduría, toda felicidad, toda virtud, se
considera que procede directamente de su inspiración y de su poder. Nadie ha
visto nunca al Gran Hermano. Es una cara en los carteles, una voz en la
telepantalla. Podemos estar seguros de que nunca morirá y no hay manera de
saber cuándo nació. El Gran Hermano es la concreción con que el Partido se
presenta al mundo. Su función es actuar como punto de mira para todo amor,
miedo o respeto, emociones que se sienten con mucha mayor facilidad hacia un
individuo que hacia una organización. Detrás del Gran Hermano se halla el
Partido Interior, del cual sólo forman parte seis millones de personas, o sea,
menos del seis por ciento de la población de Oceanía. Después del Partido
Interior, tenemos el Partido Exterior; y si el primero puede ser descrito como
«el cerebro del Estado», el segundo pudiera ser comparado a las manos. Más
abajo se encuentra la masa amorfa de los proles, que constituyen quizá el 85
por ciento de la población. En los términos de nuestra anterior clasificación,
los proles son los Bajos. Y las masas de esclavos procedentes de las tierras
ecuatoriales, que pasan constantemente de vencedor a vencedor (no olvidemos que
«vencedor» sólo debe ser tomado de un modo relativo) y no forman parte de la
población propiamente dicha.
En principio, la pertenencia a estos tres
grupos no es hereditaria. No se considera que un niño nazca dentro del Partido
Interior porque sus padres pertenezcan a él. La entrada en cada una de las
ramas del Partido se realiza mediante examen a la edad de dieciséis años.
Tampoco hay prejuicios raciales ni dominio de una provincia sobre otra. En los
más elevados puestos del Partido encontramos judíos, negros, sudamericanos de
pura sangre india, y los dirigentes de cualquier zona proceden siempre de los
habitantes de esa área. En ninguna parte de Oceanía tienen sus habitantes la
sensación de ser una población colonial regida desde una capital remota.
Oceanía no tiene capital y su jefe titular es una persona cuya residencia nadie
conoce. No está centralizada en modo alguno, aparte de que el inglés es su
principal lingua franca y que la neolengua es su idioma oficial. Sus
gobernantes no se hallan ligados por lazos de sangre, sino por la adherencia a
una doctrina común. Es verdad que nuestra sociedad se compone de estratos — una división muy rígida en estratos — ateniéndose a lo que a primera vista parecen
normas hereditarias. Hay mucho menos intercambio entre los diferentes grupos de
lo que había en la época capitalista o en las épocas preindustriales. Entre las
dos ramas del Partido se verifica algún intercambio, pero solamente lo
necesario para que los débiles sean excluidos del Partido Interior y qué los
miembros ambiciosos del Partido Exterior pasen a ser inofensivos al subir de
categoría. En la práctica, los proletarios no pueden entrar en el Partido. Los
más dotados de ellos, que podían quizá constituir un núcleo de descontentos,
son fichados por la Policía del Pensamiento y eliminados. Pero semejante estado
de cosas no es permanente ni de ello se hace cuestión de principio. El Partido
no es una clase en el antiguo sentido de la palabra. No se propone transmitir el
poder a sus hijos como tales descendientes directos, y si no hubiera otra
manera de mantener en los puestos de mando a los individuos más capaces,
estaría dispuesto el Partido a reclutar una generación completamente nueva de
entre las filas del proletariado. En los años cruciales, el hecho de que el
Partido no fuera un cuerpo hereditario contribuyó muchísimo a neutralizar la
oposición. El socialista de la vieja escuela, acostumbrado a luchar contra algo
que se llamaba «privilegios de clase», daba por cierto que todo lo que no es
hereditario no puede ser permanente. No comprendía que la continuidad de una
oligarquía no necesita ser física ni se paraba a pensar que las aristocracias
hereditarias han sido siempre de corta vida, mientras que organizaciones basadas
en la adopción han durado centenares y miles de años. Lo esencial de la regla
oligárquica no es la herencia de padre a hijo, sino la persistencia de una
cierta manera de ver el mundo y de un cierto modo de vida impuesto por los
muertos a los vivos. Un grupo dirigente es tal grupo dirigente en tanto pueda
nombrarla sus sucesores. El Partido no se preocupa de perpetuar su sangre, sino
de perpetuarse a sí mismo. No importa quién detenta el Poder con tal de
que la estructura jerárquica sea siempre la misma.
Todas las creencias, costumbres, aficiones,
emociones y actitudes mentales que caracterizan a nuestro tiempo sirven para
sostener la mística del Partido y evitar que la naturaleza de la sociedad
actual sea percibida por la masa. La rebelión física o cualquier movimiento
preliminar hacia la rebelión no es posible en nuestros días. Nada hay que temer
de los proletarios. Dejados aparte, continuarán, de generación en generación y
de siglo en siglo, trabajando, procreando y muriendo, no sólo sin sentir impulsos
de rebelarse, sino sin la facultad de comprender que el mundo podría ser
diferente de lo que es. Sólo podrían convertirse en peligrosos si el progreso
de la técnica industrial hiciera necesario educarles mejor; pero como la
rivalidad militar y comercial ha perdido toda importancia, el nivel de la
educación popular declina continuamente. Las opiniones que tenga o no tenga la
masa se consideran con absoluta indiferencia. A los proletarios se les puede
conceder la libertad intelectual por la sencilla razón de que no tienen
intelecto alguno. En cambio, a un miembro del Partido no se le puede tolerar ni
siquiera la más pequeña desviación ideológica.
Todo miembro del Partido vive, desde su
nacimiento hasta su muerte, vigilado por la Policía del Pensamiento. Incluso
cuando está solo no puede tener la seguridad de hallarse efectivamente solo.
Dondequiera que esté, dormido o despierto, trabajando o descansando, en el baño
o en la cama, puede ser inspeccionado sin previo aviso y sin que él sepa que lo
inspeccionan. Nada de lo que hace es indiferente para la Policía del
Pensamiento. Sus amistades, sus distracciones, su conducta con su mujer y sus
hijos, la expresión de su rostro cuando se encuentra solo, las palabras que
murmura durmiendo, incluso los movimientos característicos de su cuerpo, son
analizados escrupulosamente. No sólo una falta efectiva en su conducta, sino
cualquier pequeña excentricidad, cualquier cambio de costumbres, cualquier
gesto nervioso que pueda ser el síntoma de una lucha interna, será estudiado
con todo interés. El miembro del Partido carece de toda libertad para decidirse
por una dirección determinada; no puede elegir en modo alguno. Por otra parte, sus actos no están regulados por ninguna
ley ni por un código de conducta claramente formulado. En Oceanía no existen
leyes. Los pensamientos y actos que, una vez descubiertos, acarrean la muerte
segura, no están prohibidos expresamente y las interminables purgas, torturas,
detenciones y vaporizaciones no se le aplican al individuo como castigo por
crímenes que haya cometido, sino que son sencillamente el barrido de personas
que quizás algún día pudieran cometer un crimen político. No sólo se le exige
al miembro del Partido que tenga las opiniones que se consideran buenas, sino
también los instintos ortodoxos. Muchas de las creencias y actitudes que se le
piden no llegan a fijarse nunca en normas estrictas y no podrían ser
proclamadas sin incurrir en flagrantes contradicciones con los principios
mismos del Ingsoc. Si una persona es ortodoxa por naturaleza (en neolengua se
le llama piensabien) sabrá en cualquier circunstancia, sin
detenerse a pensarlo, cuál es la creencia acertada o la emoción deseable. Pero
en todo caso, un enfrentamiento mental complicado, que comienza en la infancia
y se concentra en torno a las palabras neolingüísticas paracrimen, negroblanco y doblepensar, le convierte en un ser incapaz de pensar
demasiado sobre cualquier tema.
Se espera que todo miembro del Partido
carezca de emociones privadas y que su entusiasmo no se enfríe en ningún
momento. Se supone que vive en un continuo frenesí de odio contra los enemigos
extranjeros y los traidores de su propio país, en una exaltación triunfal de
las victorias y en absoluta humildad y entrega ante el poder y la sabiduría del
Partido. Los descontentos producidos por esta vida tan seca y poco
satisfactoria son suprimidos de raíz mediante la vibración emocional de los Dos
Minutos de Odio, y las especulaciones que podrían quizá llevar a una actitud
escéptica o rebelde son aplastadas en sus comienzos o, mejor dicho, antes de
asomar a la conciencia, mediante la disciplina interna adquirida desde la
niñez. La primera etapa de esta disciplina, que puede ser enseñada incluso a
los niños, se llama en neolengua paracrimen. Paracrimen significa la facultad de parar, de cortar en seco, de un modo casi
instintivo, todo pensamiento peligroso que pretenda salir a la superficie.
Incluye esta facultad la de no percibir las analogías, de no darse cuenta de
los errores de lógica, de no comprender los razonamientos más sencillos si son
contrarios a los principios del Ingsoc y de sentirse fastidiado e incluso
asqueado por todo pensamiento orientado en una dirección herética. Paracrimen equivale, pues, a estupidez protectora. Pero no
basta con la estupidez. Por el contrario, la ortodoxia en su más completo
sentido exige un control sobre nuestros procesos mentales, un autodominio tan
completo como el de una contorsionista sobre su cuerpo. La sociedad oceánica se
apoya en definitiva sobre la creencia de que el Gran Hermano es omnipotente y
que el Partido es infalible. Pero como en realidad el Gran Hermano no es
omnipotente y el Partido no es infalible, se requiere una incesante
flexibilidad para enfrentarse con los hechos. La palabra clave en esto es negroblanco. Como tantas palabras neolingüísticas, ésta tiene dos
significados contradictorios. Aplicada a un contrario, significa la costumbre
de asegurar descaradamente que lo negro es blanco en contradicción con la
realidad de los hechos. Aplicada a un miembro del Partido significa la buena y
leal voluntad de afirmar que lo negro es blanco cuando la disciplina del
Partido lo exija. Pero también se designa con esa palabra la facultad de creer que lo negro es blanco, más aún, de saber que lo negro es blanco y olvidar que alguna vez se
creyó lo contrario. Esto exige una continua alteración del pasado, posible
gracias al sistema de pensamiento que abarca a todo lo demás y que se conoce
con el nombre de doblepensar.
La alteración del pasado es necesaria por
dos razones, una de las cuales es subsidiaria y, por decirlo así, de
precaución. La razón subsidiaria es que el miembro del Partido, lo mismo que el
proletario, tolera las condiciones de vida actuales, en gran parte porque no
tiene con qué compararlas. Hay que cortarle radicalmente toda relación con el
pasado, así como hay que aislarlo de los países extranjeros, porque es
necesario que se crea en mejores condiciones que sus antepasados y que se haga
la ilusión de que el nivel de comodidades materiales crece sin cesar. Pero la razón
más importante para «reforman» el pasado es la necesidad de salvaguardar la
infalibilidad del Partido. No solamente es preciso poner al día los discursos,
estadísticas y datos de toda clase para demostrar que las predicciones del
Partido nunca fallan, sino que no puede admitirse en ningún caso que la
doctrina política del Partido haya cambiado lo más mínimo porque cualquier
variación de táctica política es una confesión de debilidad. Si, por ejemplo,
Eurasia o Asia Oriental es la enemiga de hoy, es necesario que ese país (el que
sea de los dos, según las circunstancias) figure como el enemigo de siempre. Y
si los hechos demuestran otra cosa, habrá que cambiar los hechos. Así, la
Historia ha de ser escrita continuamente. Esta falsificación diaria del pasado,
realizada por el Ministerio de la Verdad, es tan imprescindible para la
estabilidad del régimen como la represión y el espionaje efectuados por el
Ministerio del Amor.
La mutabilidad del pasado es el eje del
Ingsoc. Los acontecimientos pretéritos no tienen existencia objetiva, sostiene
el Partido, sino que sobreviven sólo en los documentos y en las memorias de los
hombres. El pasado es únicamente lo que digan los testimonios escritos y la
memoria humana. Pero como quiera que el Partido controla por completo todos los
documentos y también la mente de todos sus miembros, resulta que el pasado será
lo que el Partido quiera que sea. También resulta que aunque el pasado puede
ser cambiarlo, nunca lo ha sido en ningún caso concreto. En efecto, cada vez
que ha habido que darle nueva forma por las exigencias del momento, esta nueva
versión es ya el pasado y no ha existido ningún pasado diferente. Esto
sigue siendo así incluso cuando — como
ocurre a menudo — el mismo
acontecimiento tenga que ser alterado, hasta hacerse irreconocible, varias
veces en el transcurso de un año. En cualquier momento se halla el Partido en
posesión de la verdad absoluta y,, naturalmente, lo absoluto no puede haber
sido diferente de lo que es ahora. Se verá, pues, que el control del pasado
depende por completo del entrenamiento de la memoria. La seguridad de que todos
los escritos están de acuerdo con el punto de vista ortodoxo que exigen las
circunstancias, no es más que una labor mecánica. Pero también es preciso recordar
que los acontecimientos ocurrieron de la manera deseada. Y si es necesario
adaptar de nuevo nuestros recuerdos o falsificar los documentos, también es
necesario olvidar que se ha hecho esto. Este truco puede aprenderse como
cualquier otra técnica mental. La mayoría de los miembros del Partido lo
aprenden y desde luego lo consiguen muy bien todos aquellos que son
inteligentes además de ortodoxos. En el antiguo idioma se conoce esta operación
con toda franqueza como «control de la realidad». En neolengua se le llama doplepemar,
aunque también es verdad que doblepensar comprende muchas cosas.
Doblepensar significa el poder, la facultad de sostener dos
opiniones contradictorias simultáneamente, dos creencias contrarias albergadas
a la vez en la mente. El intelectual del Partido sabe en qué dirección han de
ser alterados sus recuerdos; por tanto, sabe que está trucando la realidad;
pero al mismo tiempo se satisface a sí mismo por medio del ejercicio del doblepensar
en el sentido de que la realidad no queda violada. Este proceso ha de ser
consciente, pues, si no, no se verificaría con la suficiente precisión, pero
también tiene que ser inconsciente para que no deje un sentimiento de falsedad
y, por tanto, de culpabilidad. El doblepensar está arraigando en el
corazón mismo del Ingsoc, ya que el acto esencial del Partido es el empleo del
engaño consciente, conservando a la vez la firmeza de propósito que caracteriza
a la auténtica honradez. Decir mentiras a la vez que se cree sinceramente en
ellas, olvidar todo hecho que no convenga recordar, y luego, cuando vuelva a
ser necesario, sacarlo del olvido sólo por el tiempo que convenga, negar la
existencia de la realidad objetiva sin dejar ni por un momento de saber que
existe esa realidad que se niega..., todo esto es indispensable. Incluso para
usar la palabra doblepensar es preciso emplear el doblepensar. Porque
para usar la palabra se admite que se están haciendo trampas con la realidad.
Mediante un nuevo acto de doblepensar se borra este conocimiento; y así
indefinidamente, manteniéndose la mentira siempre unos pasos delante de la
verdad. En definitiva, gracias al doblepensar ha sido capaz el Partido y
seguirá siéndolo durante miles de años —
de parar el curso de la Historia.
Todas las oligarquías del pasado han
perdido el poder porque se anquilosaron o por haberse reblandecido
excesivamente. O bien se hacían estúpidas y arrogantes, incapaces de adaptarse
a las nuevas circunstancias, y eran vencidas, o bien se volvían liberales y
corbardes, haciendo concesiones cuando debieron usar la fuerza, y también
fueron derrotadas. Es decir, cayeron por exceso de conciencia o por pura
inconsciencia. El gran éxito del Partido es haber logrado un sistema de
pensamiento en que tanto la conciencia como la inconsciencia pueden existir
simultáneamente. Y ninguna otra base intelectual podría servirle al Partido
para asegurar su permanencia. Si uno ha de gobernar, y de seguir gobernando
siempre, es imprescindible que desquicie el sentido de la realidad. Porque el
secreto del gobierno infalible consiste en combinar la creencia en la propia
infalibilidad con la facultad de aprender de los pasados errores.
No es preciso decir que los más sutiles
cultivadores del doblepensar son aquellos que lo inventaron y que saben
perfectamente que este sistema es la mejor organización del engaño mental. En
nuestra sociedad, aquellos que saben mejor lo que está ocurriendo son a la vez
los que están más lejos de ver al mundo como realmente es. En general, a mayor
comprensión, mayor autoengaño: los más inteligentes son en esto los menos
cuerdos. Un claro ejemplo de ello es que la histeria de guerra aumenta en
intensidad a medida que subimos en la escala social. Aquellos cuya actitud
hacia la guerra es más racional son los súbditos de los territorios disputados.
Para estas gentes, la guerra es sencillamente una calamidad continua que pasa
por encima de ellos con movimiento de marea. Para ellos es completamente
indiferente cuál de los bandos va a ganar. Saben que un cambio de dueño
significa sólo que seguirán haciendo el mismo trabajo que antes, pero sometidos
a nuevos amos que los tratarán lo mismo que los anteriores. Los trabajadores
algo más favorecidos, a los que llamamos proles, sólo se dan cuenta de un modo
intermitente de que hay guerra. Cuando es necesario se les inculca el frenesí
de odio y miedo, pero si se les deja tranquilos son capaces de olvidar durante
largos períodos que existe una guerra. Y en las filas del Partido — sobre todo en las del Partido Interior
hallamos el verdadero entusiasmo bélico. Sólo creen en la conquista del mundo
los que saben que es imposible. Esta peculiar trabazón de elementos
opuestos — conocimiento con ignorancia,
cinismo con fanatismo — es una de las
características distintivas de la sociedad oceánica. La ideología oficial abunda
en contradicciones incluso cuando no hay razón alguna que las justifique. Así,
el Partido rechaza y vivifica todos los principios que defendió en un principio
el movimiento socialista, y pronuncia esa condenación precisamente en nombre
del socialismo. Predica el desprecio de las clases trabajadoras. Un desprecio
al que nunca se había llegado, y a la vez viste a sus miembros con un uniforme
que fue en tiempos el distintivo de los obreros manuales y que fue adoptado por
esa misma razón. Sistemáticamente socava la solidaridad de la familia y al
mismo tiempo llama a su jefe supremo con un nombre que es una evocación de la
lealtad familiar. Incluso los nombres de los cuatro ministerios que los
gobiernan revelan un gran descaro al tergiversar deliberadamente los hechos. El
Ministerio de la Paz se ocupa de la guerra; El Ministerio de la Verdad, de las
mentiras; el Ministerio del Amor, de la tortura, y el Ministerio de la
Abundancia, del hambre. Estas contradicciones no son accidentales, no resultan
de la hipocresía corriente. Son ejercicios de doblepensar. Porque sólo mediante
la reconciliación de las contradicciones es posible retener el mando
indefinidamente. Si no, se volvería al antiguo ciclo. Si la igualdad humana ha
de ser evitada para siempre, si los Altos, como los hemos llamado, han de
conservar sus puestos de un modo permanente, será imprescindible que el estado
mental predominante sea la locura controlada.
Pero hay una cuestión que hasta ahora hemos
dejado a un lado. A saber: ¿por qué debe ser evitada la igualdad humana?
Suponiendo que la mecánica de este proceso haya quedado aquí claramente
descrita, debemos preguntarnos: ¿cuál es el motivo de este enorme y minucioso
esfuerzo planeado para congelar la historia de un determinado momento?
Llegamos con esto al secreto central. Como
hemos visto, la mística del Partido, y sobre todo la del Partido Interior,
depende del doblepensar. Pero a más profundidad aún, se halla el motivo
original, el instinto nunca puesto en duda, el instinto que los llevó por
primera vez a apoderarse de los mandos y que produjo el doblepensar, la Policía
del Pensamiento, la guerra continua y todos los demás elementos que se han
hecho necesarios para el sostenimiento del Poder. Este motivo consiste
realmente en...
Winston se dio cuenta del silencio, lo
mismo que se da uno cuenta de un nuevo ruido. Le parecía que Julia había estado
completamente inmóvil desde hacía un rato. Estaba echada de lado, desnuda de la
cintura para arriba, con su mejilla apoyada en la mano y una sombra oscura
atravesándole los ojos. Su seno subía y bajaba poco a poco y con regularidad.
Julia.
No hubo respuesta.
—
Julia, ¿estás despierta?
Silencio. Estaba dormida. Cerró el libro y
lo depositó cuidadosamente en el suelo, se echó y estiró la colcha sobre los
dos.
Todavía, pensó, no se había enterado de
cuál era el último secreto. Entendía el cómo; no entendía el porqué. El
capítulo 1, como el capítulo III, no le habían enseñado nada que él no supiera.
Solamente le habían servido para sistematizar los conocimientos que ya poseía.
Pero después de leer aquellas páginas tenía una mayor seguridad de no estar
loco. Encontrarse en minoría, incluso en minoría de uno solo, no significaba
estar loco. Había la verdad y lo que no era verdad, y si uno se aferraba a la
verdad incluso contra el mundo entero, no estaba uno loco. Un rayo amarillento
del sol poniente entraba por la ventana y se aplastaba sobre la almohada.
Winston cerró los ojos. El sol en sus ojos y el suave cuerpo de la muchacha
tocando al suyo le daba una sensación de sueño, fuerza y confianza. Todo estaba
bien y él se hallaba completamente seguro allí. Se durmió con el pensamiento
«la cordura no depende de las estadísticas», convencido de que esta observación
contenía una sabiduría profunda.
X
Se despertó con la sensación de haber
dormido mucho tiempo, pero una mirada al antiguo reloj le dijo que eran sólo
las veinte y treinta. Siguió adormilado un rato; le despertó otra vez la
habitual canción del patio:
Era sólo una ilusión sin esperanza
Que pasó como un día de abril,
pero aquella mirada, aquella palabra
y los ensueños que despertaron
me robaron el corazón.
Esta canción conservaba su popularidad. Se
oía por todas partes. Había sobrevivido a la Canción del Odio. Julia se
despertó al oírla, se estiró con lujuria y se levantó.
—
Tengo hambre — dijo—. Vamos a hacer un
poco de café. ¡Caramba) La estufa se ha apagado y el agua está fría. — Cogió la estufa y la sacudió. — No tiene ya gasolina.
—
Supongo que el viejo Charrington podrá dejarnos alguna — dijo Winston.
—
Lo curioso es que me había asegurado de que estuviera llena añadió ella. — Parece que se ha enfriado.
Él también se levantó y se vistió. La
incansable voz proseguía:
Dicen que el tiempo lo cura todo,
dicen que siempre se olvida,
pero las sonrisas y lágrimas
a lo largo de los artos
retuercen el corazón.
Mientras se apretaba el cinturón del
«mono», Winston se asomó a la ventana. El sol debía de haberse ocultado detrás
de las casas porque ya no daba en el patio. El cielo estaba tan azul, entre las
chimeneas, que parecía recién lavado. Incansablemente, la lavandera seguía
yendo del lavadero a las cuerdas, cantando y callándose y no dejaba de colgar
pañales. Se preguntó Winston si aquella mujer lavaría ropa como medio de vida,
o si era la esclava de veinte o treinta nietos. Julia se acercó a él; juntos
contemplaron fascinados el ir y venir de la mujerona. Al mirarla en su actitud
característica, alcanzando el tendedero con sus fuertes brazos, o al agacharse
sacando sus poderosas ancas, pensó Winston, sorprendido, que era una hermosa
mujer. Nunca se le había ocurrido que el cuerpo de una mujer de cincuenta años,
deformado hasta adquirir dimensiones monstruosas a causa de los partos y
endurecido, embastecido por el trabajo, pudiera ser un hermoso cuerpo. Pero así
era, y después de todo, ¿por qué no? El sólido y deformado cuerpo, como un
bloque de granito, y la basta piel enrojecida guardaba la misma relación con el
cuerpo de una muchacha que un fruto con la flor de su árbol. ¿Y por qué va a
ser inferior el fruto a la flor?
—
Es hermosa — murmuró.
—
Por lo menos tiene un metro de caderas elijo Julia.
—
Es su estilo de belleza.
Winston abarcó con su brazo derecho el fino
talle de Julia, que se apoyó sobre su costado. Nunca podrían permitírselo. La mujer
de abajo no se preocupaba con sutilezas mentales; tenía fuertes brazos, un
corazón cálido y un vientre fértil. Se preguntó Winston cuántos hijos habría
tenido. Seguramente unos quince. Habría florecido momentáneamente — quizá durante un año — y luego se había hinchado como una fruta
fertilizada y se había hecho dura y basta, y a partir de entonces su vida se
había reducido a lavar, fregar, remendar, guisar, barrer, sacar brillo, primero
para sus hijos y luego para sus nietos durante una continuidad de treinta años.
Y al final todavía cantaba. La reverencia mística que Winston sentía hacia ella
tenía cierta relación con el aspecto del pálido y limpio cielo que se extendía
por entre las chimeneas y los tejados en una distancia infinita. Era curioso pensar
que el cielo era el mismo para todo el mundo, lo mismo para los habitantes de
Eurasia y de Asia Oriental, que para los de Oceanía. Y en realidad las gentes
que vivían bajo ese mismo cielo eran muy parecidas en todas partes, centenares
o millares de millones de personas como aquélla, personas que ignoraban
mutuamente sus existencias, separadas por muros de odio y mentiras, y sin
embargo casi exactamente iguales; gentes que nunca habían aprendido a pensar,
pero que almacenaban en sus corazones, en sus vientres y en sus músculos la
energía que en el futuro habría de cambiar al mundo. ¡Si había alguna
esperanza, radicaba en los proles! Sin haber leído el final del libro, sabía
Winston que ese tenía que ser el mensaje final de Goldstein. El futuro pertenecía a los proles. Y, ¿podía él estar seguro de que
cuando llegara el tiempo de los proles, el mundo que éstos construyeran no le
resultaría tan extraño a él, a Winston Smith, como le era ahora el mundo del
Partido? Sí, porque por lo menos sería un mundo de cordura. Donde hay igualdad
puede haber sensatez. Antes o después ocurriría esto, la fuerza almacenada se
transmutaría en conciencia. Los proles eran inmortales, no cabía dudarlo cuando
se miraba aquella heroica figura del patio. Al final se despertarían. Y 'hasta
que ello ocurriera, aunque tardasen mil años, sobrevivirían a pesar de todos
los obstáculos como los pájaros, pasándose de cuerpo a cuerpo la vitalidad que
el Partido no poseía y que éste nunca podría aniquilar.
—
¿Te acuerdas — le dijo a Julia — de aquel pájaro que cantó para nosotros, el
primer día en que estuvimos juntos en el lindero del bosque?
—
No cantaba para nosotros — respondió
ella. — Cantaba para distraerse, porque
le gustaba. Tampoco; sencillamente, estaba cantando.
Los pájaros cantaban; los proles cantaban
también, pero el Partido no cantaba. Por todo el mundo, en Londres y en Nueva
York, en África y en el Brasil, así como en las tierras prohibidas más allá de
las fronteras, en las calles de París y Berlín, en las aldeas de la interminable
llanura rusa, en los bazares de China y del Japón, por todas partes existía la
misma figura inconquistable, el mismo cuerpo deformado por el trabajo y por los
partos, en lucha permanente desde el nacer al morir, y que sin embargo cantaba.
De esas poderosas entrañas nacería antes o después una raza de seres
conscientes. «Nosotros somos los muertos; el futuro es de ellos», pensó
Winston. Pero era posible participar de ese futuro si se mantenía alerta la
mente como ellos, los proles, mantenían vivos sus cuerpos. Todo el secreto
estaba en pasarse de unos a otros la doctrina secreta de que dos y dos son
cuatro.
—
Nosotros somos los muertos — dijo
Winston. — Nosotros somos los
muertos — repitió Julia con obediencia
escolar.
—
Vosotros sois los muertos — dijo una
voz de hierro tras ellos.
Winston y Julia se separaron con un
violento sobresalto. A Winston parecían habérsele helado las entrañas y,
mirando a Julia, observó que se le habían abierto los ojos desmesuradamente y
que había empalidecido hasta adquirir su cara un color amarillo lechoso. La
mancha del colorete en las mejillas se destacaba violentamente como si fueran
parches sobre la piel.
—
Vosotros sois los muertos — repitió la
voz de hierro.
—
Ha sido detrás del cuadro — murmuró
Julia.
— Ha
sido detrás del cuadro — repitió la
voz. — Quedaos exactamente donde
estáis. No hagáis ningún movimiento hasta que se os ordene.
¡Por fin, aquello había empezado! Nada
podían hacer sino mirarse fijamente. Ni siquiera se les ocurrió escaparse,
salir de la casa antes de que fuera demasiado tarde. Sabían que era inútil. Era
absurdo pensar que la voz de hierro procedente del muro pudiera ser
desobedecida. Se oyó un chasquido como si hubiese girado un resorte, y un ruido
de cristal roto. El cuadro había caído al suelo descubriendo la telepantalla
que ocultaba.
—
Ahora pueden vernos — dijo Julia.
—
Ahora podemos veros — dijo la voz.
— Permaneced en el centro de la
habitación. Espalda contra espalda. Poneos las manos enlazadas detrás de la
cabeza. No os toquéis el uno al otro.
Por supuesto, no se tocaban, pero a Winston
le parecía sentir el temblor del cuerpo de Julia. O quizá no fuera más que su
propio temblor. Podía evitar que los dientes le castañetearan, pero no podía
controlar las rodillas. Se oyeron unos pasos de pesadas botas en el piso bajo
dentro y fuera de la casa. El patio parecía estar lleno de hombres; arrastraban
algo sobre las piedras. La mujer dejó de cantar súbitamente. Se produjo un
resonante ruido, como si algo rodara por el patio. Seguramente, era el barreño
de lavar la ropa. Luego, varios gritos de ira que terminaron con un alarido de
dolor.
—
La casa está rodeada — dijo Winston.
—
La casa está rodeada elijo la voz.
Winston oyó que Julia le decía:
—
Supongo que podremos decirnos adiós.
—
Podéis deciros adiós — dijo la voz. Y
luego, otra voz por completo distinta, una voz fina y culta que Winston creía
haber oído alguna vez, dijo:
— Y
ya que estamos en esto, aquí tenéis una vela para alumbraras mientras os
acostáis, aquí tenéis un hacha para cortaras la cabeza.
Algo cayó con estrépito sobre la cama a
espaldas de Winston. Era el marco de la ventana, que había sido derribado por
la escalera de mano que habían apoyado allí desde abajo. Por la escalera de la casa
subía gente. Pronto se llenó la habitación de hombres corpulentos con uniformes
negros, botas fuertes y altas porras en las manos.
Ya Winston no temblaba. Ni siquiera movía
los ojos. Sólo le importaba una cosa: estarse inmóvil y no darles motivo para que
le golpearan. Un individuo con aspecto de campeón de lucha libre, cuya boca era
sólo una raya, se detuvo frente a él, balanceando la porra entre los dedos
pulgar e índice mientras parecía meditar. Winston lo miró a los ojos. Era casi
intolerable la sensación de hallarse desnudo, con las manos detrás de la
cabeza. El hombre sacó un poco la lengua, una lengua blanquecina, y se lamió el
sitio donde debía haber tenido los labios. Dejó de prestarle atención a
Winston. Hubo otro ruido violento. Alguien había cogido el pisapapeles de
cristal y lo había arrojado contra el hogar de la chimenea, donde se había
hecho trizas.
El fragmento de coral, un pedacito de
materia roja como un capullito de los que adornan algunas tartas, rodó por la
estera. «¡Qué pequeño es!», pensó Winston. Detrás de él se produjo un ruido
sordo y una exclamación contenida, a la vez que recibía un violento golpe en el
tobillo que casi le hizo caer al suelo. Uno de los hombres le había dado a
Julia un puñetazo en la boca del estómago, haciéndola doblarse como un metro de
bolsillo. La joven se retorcía en el suelo esforzándose por respirar. Winston
no se atrevió a volver la cabeza ni un milímetro, pero a veces entraba en su
radio de visión la lívida y angustiada cara de Julia. A pesar del terror que
sentía, era como si el dolor que hacía retorcerse a la joven lo tuviera él
dentro de su cuerpo, aquel dolor espantoso que sin embargo era menos importante
que la lucha por volver a respirar. Winston sabía de qué se trataba: conocía el
terrible dolor que ni siquiera puede ser sentido porque antes que nada es
necesario volver a respirar. Entonces, dos de los hombres la levantaron por las
rodillas y los hombros y se la llevaron de la habitación como un saco. Winston
pudo verle la cara amarilla, y contorsionada, con los ojos cerrados y sin haber
perdido todavía el colorete de las mejillas.
Siguió inmóvil como una estatua. Aún no le
habían pegado. Le acudían a la mente pensamientos de muy poco interés en aquel
momento, pero que no podía evitar. Se preguntó qué habría sido del señor
Charrington y qué le habrían hecho a la mujer del patio. Sintió urgentes deseos
de orinar y se sorprendió de ello porque lo había hecho dos horas antes. Notó
que el reloj dé la repisa de la chimenea marcaba las nueve, es decir, las
veintiuna, pero por la luz parecía ser más temprano. ¿No debía estar
oscureciendo a las veintiuna de una tarde de agosto? Pensó que quizás Julia y
él se hubieran equivocado de hora. Quizás habían creído que eran las veinte y
treinta cuando fueran en realidad las cero treinta de la mañana siguiente, pero
no siguió pensando en ello. Aquello no tenía interés. Se sintieron otros pasos,
más leves éstos, en el pasillo. El señor Charrington entró en la habitación.
Los hombres de los uniformes negros adoptaron en seguida una
actitud más sumisa. También habían cambiado la actitud y el aspecto del señor
Charrington. Se fijó en los fragmentos del pisapapeles de cristal.
—
Recoged esos pedazos — dijo con tono
severo. Un hombre se agachó para recogerlos.
Charrington no
hablaba ya con acento cockney. Winston comprendió en seguida que aquélla era
la voz que él había oído poco antes en la telepantalla. Charrington llevaba
toda vía su chaqueta de terciopelo, pero el cabello, que antes tenía casi
blanco, se le había vuelto completamente negro. No llevaba ya gafas. Miró
a Winston de un modo breve y cortante, como si sólo le interesase comprobar
su identidad y no le prestó más atención. Se le reconocía fácilmente, pero
ya no era la misma persona. Se le había enderezado el cuerpo y parecía haber
crecido. En el rostro sólo se le notaban cambios muy pequeños, pero que sin
embargo lo transformaban por completo. Las cejas negras eran menos peludas,
no tenía arrugas, e incluso las facciones le habían cambiado algo. Parecía
tener ahora la nariz más corta. Era el rostro alerta y frío de un hombre de
unos treinta y cinco años. Pensó Winston que por primera vez en su vida contemplaba,
sabiendo que era uno de ellos, a un miembro de la Policía del Pensamiento.